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Sin embargo | 14/12/2023

Milei, el discurso del Mesías

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli

El domingo pasado, Javier Milei fue posesionado como nuevo presidente de Argentina. Su discurso de ocasión tuvo la agradable virtud de ser corto; con sus modestos 33 minutos, se compara muy favorablemente con las dos horas veinte de Luis Arce o las cinco de Evo Morales en similares ocasiones. Punto para Milei.

Bertrand Russell aconsejaba que para apreciar correctamente a un pensador hay que leerlo primero haciendo lo posible para aceptar sus tesis y una segunda vez cuestionándolas. Milei no es un pensador, ni pretende serlo, pero el consejo de Russell puede ser extendido a los políticos, clase a la que él pertenece, aunque la denueste. Como admito que leí primero a Milei cuestionándolo, me tocaba intentar aceptarlo; así que, por Russell y por los amigos libertarios de quienes me separan las ideas, pero me acerca la simpatía, me propuse escuchar a Milei de corazón abierto.

Como resultado, lo primero que se me hizo evidente es el drama del hombre que, habiéndolo prometido todo, ahora se ve en la difícil posición de ver cómo diablos cumple esas grandes promesas; posición que, considerando la situación de su país, no es nada envidiable. Es lo que se llama la maldición del ganador (que descubre el veneno en el premio). No por nada, Milei dedicó el primer 70% de su discurso a describir el desastre que le habían dejado los anteriores gobernantes con lujo de estadísticas.

Sobre la inflación dijo que “viene viajando a un ritmo del 300%, podríamos pasar a una tasa anual del 3.600%”, y luego, “esta es la herencia que nos dejan: una inflación plantada de 15.000% anual”. Me parece que hubo algo de creatividad en este salto de los 140%, que estiman los analistas, a esos 300% y de ahí a 15.000%, que quizá se explique en un sentido oculto de la palabra “plantada”.

Similar creatividad mostró él en su afirmación de que, “durante la pandemia si los argentinos hubiéramos hecho las cosas como la media de los países del mundo, hubiéramos tenido 30.000 muertos. Pero (…) 130.000 argentinos perdieron la vida”. En los hechos murieron 2.840 personas por millón de habitantes en su país; comparados con los 3.350 en Chile y 3.228 en Brasil, Argentina no queda mal. Se entiende la desesperación por demostrar el desastre, pero manipulando cifras de esta manera, no vale. ¡Y dice que los otros son los populistas!

Es triste que en ese momento, al iniciarse una nueva era para su país; ocasión que pedía lo más grande, a él le pareciera importante mencionar que “no es casualidad que mueran cerca de 15.000 argentinos por año en accidentes de tránsito”, cifra que, dicho sea de paso, también es comparable a las de la región. No es para alegrarse, pero faltó un sentido de relevancia.

El desafío que él pinta es enorme. Si creemos en sus datos, el desastre es total de la economía a la salud, pasando por la educación (“70% de los chicos que terminan la escuela no pueden comprender un texto”), el crimen (“Argentina se ha convertido en un baño de sangre”) y las carreteras (“solo el 11% se encuentra en buen estado”), pero él es el elegido que con la ayuda de “las fuerzas del cielo” guiará a Argentina hasta la tierra prometida. “Sabemos que será duro”, advierte él, “no hay plata”, pero “habrá luz al final del camino”. La metáfora claramente no es su fuerte.

Datos más, datos menos –juegos que hacen parte de las arengas que piden estas ocasiones–, llama la atención la grandiosidad de su visión del pasado de Argentina y su propio papel en su futuro: “Desde un país de bárbaros enfrascados en una guerra sin cuartel pasamos a ser la primera potencia mundial. Para principios del siglo XX éramos el faro de luz de Occidente”, dijo él, pero “durante más de 100 años los políticos han insistido en defender un modelo que lo único que genera es pobreza, estancamiento y miseria”, complementó.

Detengámonos en esta visión: de ser la “primera potencia mundial y faro de Occidente”, el país debió esperar 100 años ininterrumpidos de desaciertos y desastres, hasta que llega el Mesías a salvarlo e “inaugurar una nueva era en Argentina”. Se lo puede acusar de todo, menos de modestia en la visión del papel que se atribuye.

Detrás del discurso, vi a un hombre perdido en sus cifras, con más lemas que ideas, alguien que ha gritado para que le pasen la guitarra y solo tiene un estribillo: “libertad, carajo”. Un hombre que buscaba, sin tener bastante, el amor de una masa que esperaba exaltación, pero recibía realidad a baldazos y no sabía si aplaudir o llorar. Era como un amante que entra a la cama y, antes del acto, se pone a lamentar que le han bajado el sueldo y quejarse de las goteras.

El hombre se ha desnudado por sus propias palabras: megalómano y vociferante, pero intelectualmente chato. Cuando debía aparecer el líder que guiará, en lugar del candidato que prometía e insultaba, se puso en evidencia su estatura, y temo que no es la de un Mesías. Para bien o para mal, ahora Argentina tendrá que vivir con él.



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