El carajo era el puesto del vigía en la parte más alta del palo mayor de los buques de vela; esa era la mejor ubicación posible para avistar tierra firme en la distancia o peligros potenciales en el rumbo del barco.
El desarrollo ha sido un objetivo elusivo para Bolivia. Hemos experimentado pendularmente con dictaduras y democracia y con modelos económicos liberales, capitalistas, neoliberales y, desde 2006, con el socialismo del siglo XXI. Casi 20 años después, incluyendo 15 en los que la economía boliviana disfrutó de inéditos ingresos, llegamos a 2025 no solo con las arcas vacías, sino con la justicia y la institucionalidad destruidas y sin ideas sobre cómo reponer las reservas de gas agotadas o recurrir a otra fuente de rentas que sostenga el funcionamiento de la economía a corto plazo y, peor aún, sin capacidad de imaginar un cambio radical de modelo.
La disfuncionalidad del proceso político para el desarrollo sostenido no habría sucedido en una sociedad con metas de desarrollo claras e informada sobre las ofertas electorales en cada proceso; después de todo, en esta democracia, “el pueblo” (mal)eligió a los gobernantes.
A pocos meses de elegir al gobierno con el que iniciaremos el tercer centenario, el debate electoral sigue concentrado en el nombre del candidato, sea del oficialista o del/los opositor/es. Poco o nada se debate respecto a las propuestas, aunque están marcadas dos tendencias: la que alienta la continuidad del actual proceso y la que, con varios matices liberales ofrece un cambio, pero no terminan de mostrar “el plan”. Para mi comentario me ha parecido simpática la tipificación de “bukelitos y mileicitos” que Juan Antonio Morales toma de Sonia Montaño, así que añado “maduritos” para incluir a quienes se adscriben al socialismo del Siglo XXI.
Los mileicitos buscan ganar espacio no tanto por mérito propio –guardaron un silencio más que discreto durante dos décadas– sino por el efecto mediático de la motosierra y la licuadora “anticasta” de Milei en Argentina (aunque los efectos reales recién se verán una vez disipados los efectos rebote que distorsionan el significado de los indicadores disponibles).
Concentrados en atacar “zurdos”, los mileicitos podrían generar un efecto contrario e inducir a que un 10% a 20% del electorado reanime las brasas del fuego revolucionario que trajo el MAS a la política boliviana en 2006. Este “reenganche por dignidad” puede ser más marcado en electores entre 18 y 35 años que han sido sistemáticamente empapados, en secundaria y la universidad, con consignas anticapitalistas, reforzadas con el uso utilitario de ideas pachamamistas e indigenistas.
Pero, ¿es cierto que el MAS representa a la izquierda, tradicionalmente defensora de los trabajadores y enemiga de capitalistas? Y ¿es “viva la libertad carajo” una consigna suficiente para que “corrigiendo” el déficit, el tipo de cambio, la inflación y garantizando la propiedad privada se asegure el crecimiento económico con desarrollo sostenido y sostenible?
Históricamente, la izquierda denunció y luchó contra la concentración de la riqueza y a favor de la defensa de la dignidad de los trabajadores. El MAS ha hecho exactamente lo contrario.
Antes del MAS, el sistema financiero nunca tuvo tantas utilidades ni acumuló tanto patrimonio. Entre 1990 y 2005 las utilidades de la banca privada promediaron 15 millones de dólares anuales; desde 2006, crecieron hasta superar 350 millones por año; el Ministerio de Economía anunció en 2018 que gracias a las políticas del Gobierno “…entre 2005 y 2017 los bancos acumularon utilidades netas por 2.239 millones de dólares, que representa un crecimiento de 802%”.
Y con relación a la defensa del empleo productivo, en la gestión del MAS –con la Central Obrera como aliada– la manufactura registró la mayor pérdida de empleo productivo formal. La informalidad laboral pasó del 62% al 85% de la población ocupada, lo que se refleja en la caída de la participación de la remuneración al trabajo en la distribución del ingreso, del 36,1% del PIB en 2000, al 25% en 2010. Si se mantenía la distribución “neoliberal” del ingreso del 2000, entre 2006 y 2016 (último año con datos del ingreso en el INE) los asalariados habrían recibido 180 mil millones de bolivianos adicionales; en el mismo período, las transferencias totales en bonos –la supuesta redistribución de la riqueza– sumó 32 mil millones de bolivianos (17% del ingreso “confiscado”).
La creación de empresas públicas no es parte de una estrategia seria de industrialización ni, menos, sigue una planificación “socialista”; ha sido un medio para fidelizar políticamente a grupos de interés. Ningún socialista usaría la figura de “corporación” para sus empresas o unidades desconcentradas, como lo hace YPFB (o ENTEL, que se aferra al estatus de “empresa mixta”). Y, por supuesto, cómo ignorar que nueve de los 10 “preceptos” del Consenso de Washington –bajo el que se definía al neoliberalismo– están incluidos en la CPE de 2009; o que el manejo de la macroeconomía sigue fielmente la receta monetarista: fijar metas de inflación, regular la tasa de interés y dejar la remuneración al trabajo y el desempleo librados a los juegos del mercado.
En síntesis, ni en el fondo ni en la forma, el proceso boliviano iniciado en 2006 se podría considerar como de concepción y de aplicación “socialista”. Si las experiencias de Venezuela y Nicaragua –con quienes Bolivia mantiene cercanos vínculos– son un indicador, estos procesos no fueron propuestas ideológicas de izquierda, sino proyectos de poder que tienen, como tarea inicial común, desmontar las instituciones democráticas destinadas, precisamente, a impedir la concentración del poder. El exvicepresidente García Linera dijo claramente tras el revocatorio de 2008: “tenemos el gobierno, pero aún no tenemos el poder”.
En consecuencia, considerar al del MAS como un gobierno socialista solo sirve para compactar posiciones emocionales y discursivas de anticapitalismo y antiimperialismo. El inesperado margen de victoria de Arce en 2020 podría haber tenido algo de sustento en la falta de una clara propuesta alternativa que rompa los mitos económicos del modelo: la gente prefirió optar por el embalaje conocido (sin entender su contenido), que la nada por conocer. El muy mal gobierno transitorio y los efectos de la pandemia hicieron el resto.
En mis últimas notas de opinión publicadas (“La economía real también existe”, “El capital no determina el crecimiento” y “Sugerencias a Marcelo”), afirmo que los mileicitos insisten en acomodar la realidad a teorías (“déficit-emisión-inflación”), atacar al mensajero sin responder al mensaje y tratar los síntomas sin anular las causas. Mantengo esa percepción, de manera que, si la contienda electoral en agosto tuviera que dirimirse entre mileicitos y maduritos que mantienen las orientaciones hoy en disputa, mucho me temo que, cualquiera sea el ganador, Bolivia perderá: los problemas se acentuarán si no optamos por una radical transformación de la economía en el marco de una institucionalidad seria.
Por eso, si mantenemos nuestro compromiso con la democracia, es de urgencia que mileicitos y maduritos vayan al carajo de la nave del Estado y se quiten las vendas ideológicas y teóricas que les impiden tener la visión panorámica que Bolivia necesita para encaminarse a buen puerto: entender los peligros que la acechan, identificar los problemas reales y sumar aportes de todos para resolverlos. Ver esto es mi mayor deseo para 2025.
Enrique Velazco Reckling, PhD, es investigador en desarrollo productivo.