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Sin embargo | 24/02/2024

Los etiquetismos de siempre

Jorge Patiño Sarcinelli
Jorge Patiño Sarcinelli

Entre las limitaciones del maravilloso lenguaje humano está el uso palabras genéricas para designar familias de cosas. Silla, por ejemplo, puede referirse a cientos de tipos de sillas, y lo mismo ocurre con flor, calle y libro. Y la verdad es que nos manejamos bien con esta imprecisión. Si pedimos un pan difícilmente nos darán un tornillo. Con no confundir panes con tortas ni calles con casas, estamos bien. Al contrario, un lenguaje que tuviera un vocablo para cada cielo y cada mirada sería una pesadilla; aunque hay poetas que hacen de esas precisiones oficio.

Si aceptamos que son inevitables las designaciones imprecisas para objetos de lo cotidiano, debemos aceptar que lo mismo suceda con las ideologías. Sospecho que cada comunista y cada nacionalista tiene su propia variante personal, cuyos detalles considera importantes para afirmar su convicción. Sin embargo, en lugar de aceptar que hay variantes de cada ideología, entre las cuales habrá siempre peores y mejores, lo que vemos con frecuencia es referirse, por ejemplo, al “socialismo de siempre” o “la hipocresía de la izquierda” como si esas ideologías fueran bloques homogéneos, con todo lo malo ahí metido.

Hace un tiempo, la que más sufría ese tipo de etiquetación negativa era la derecha, asociada entonces a los excesos de las dictaduras, el imperialismo, la injusticia social, etc., pero la tortilla se ha dado la vuelta y ahora la mala leche cae contra variantes de la izquierda.

El socialismo es un ejemplo. Es natural que, a la vista de los actuales desmanes gubernamentales, este haya adquirido en estas tierras un mal nombre, pero aquí caben dos aclaraciones. En primer lugar, estos de aquí están entre los peores de su clase y a punto de aplazarse.

En segundo, quien quiera referirse al socialismo de siempre, tiene todo derecho a aborrecer todas las variantes del socialismo, conocidas y por conocer, pero antes de añadirle el complemento “de siempre” haría bien en recordar al extraordinario linaje intelectual que tiene esa ideología. George Orwell, Bernard Shaw, Bobbio, Mitterrand, Alberti, nuestro Marcelo Quiroga, naturalmente, y muchos otros de similar calibre intelectual se consideraban socialistas. Estos eran tipos notables, lo que no prueba, obviamente, que no estuvieran equivocados, pero los mequetrefes intelectuales que se llenan a boca para decir “siempre” deberían mirarse en el espejo antes de descalificar.

Algo similar sucede con el progresismo, que también se está convirtiendo en objeto de extrañas asociaciones y de blanco del desprecio que le prodiga parte de la derecha militante.

La cita abajo, aunque algo embolismática, pone en evidencia una de esas asociaciones:

“Es una cultura afianzada en siglos de una educación paternalista y verticalista, en prácticas políticas, jurídicas y éticas reñidas con el racionalismo moderno y en la glorificación de lo nacional-popular –la base histórica del autoritarismo– por los intelectuales progresistas”. (HCF Mansilla, 13|2|2024|Brújula Digital).

Es cierto, sin duda, que en nombre de ciertas agendas “progresistas” que se desprenden del liberalismo se están cometiendo actos de censura verdaderamente estúpidos, pero estas malas golondrinas no hacen verano.

En contraste, cito al Gran Diccionario de la Lengua Española:

“Progresismo. Doctrina política y social que defiende las ideas avanzadas, en especial aquellas que propugnan el Estado del bienestar, el desarrollo cultural, la defensa de los derechos civiles y un cierto reparto de riqueza”.

Son objetivos que cualquier persona decente podría compartir. Sin duda entre progresistas hay gentes con todo tipo de taras, incluyendo la estupidez y las tendencias autoritarias, pero estas se dan igualmente entre libertarios, comunistas, católicos, judíos, blancos, negros y amarillos. En esto no hay novedad. Lo equivocado es tomar uno de estos desvíos como atributo general. Sin embargo, frases como “La corrupción del socialismo de siempre” y “El autoritarismo de los progresistas” están siendo incorporado al arsenal de la derecha cuando quiere descalificar a la izquierda.

De hecho, aquí tenemos dos etiquetas que se han hecho difíciles de usar sin caer en ambigüedades: izquierda y derecha. Quizá sirva para otra partición: las Bolivias de izquierda y derecha.

Otro de los ismos muy denostados últimamente es el populismo. No sé de ningún político que se declare populista; a lo sumo quizá lo admita, pero hasta esto es raro. Tampoco hay personas que abracen el populismo como doctrina. Es que el populismo no es una ideología, sino una forma de hacer política, y no es nueva, excepcional, ni asociada exclusivamente a derecha o izquierda.

Es más: el populismo es un componente inherente a la democracia –aunque no exclusivo de ella– y solo puede sorprenderse con esta aseveración quien crea que la democracia se juega en el campo de las ideas. Nada menos cierto; el imaginario es su terreno natural. Pregúntese el lector: basada en qué vota la mayoría de la gente. ¿Programas económicos? ¿Estrategias sociales? No, la mayoría vota basada en lo que los candidatos y sus propuestas despiertan y representan en su imaginario. Incluso las creencias y las promesas alimentan ese universo. Basta creer para ver.

Siendo así, la democracia es el juego de los populistas buenos y malos, de aquellos capaces de encender la imaginación de la gente. No son excepción los grandes líderes del pasado, quienes de huecos no tenían nada y seguramente contaban con la apreciación de las élites intelectuales, pero ganaban el voto del pueblo por su capacidad de inspirar. Lo dejo ahí. Otro día seguimos.



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