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Cartuchos de Harina | 03/06/2023

Los cien años de Henry Kissinger

Gonzalo Mendieta Romero
Gonzalo Mendieta Romero

“La principal ventaja de ser famoso es que cuando aburres a otras personas en una cena, ellas creen que es su culpa”. Eso dice Henry Kissinger, quien el 27 de mayo, cual madrecita boliviana, pasó la centena de años. Es el personaje vivo con más experiencia en el campo internacional y a quien, como respondía a la CBS hace dos semanas con franqueza, pero sin petulancia, le contestarían hoy la llamada Xi Jinping o Vladimir Putin si él hiciera ahora mismo, doblado y añoso como está, el esfuerzo de marcar el celular.

Cuando fue nombrado asesor nacional de seguridad por Nixon, Henry creía que, como en anteriores pegas, debía mantener a la prensa a distancia, y Nixon coincidía. Ninguno de los dos fue muy visionario, dice Kissinger en su tomo de memorias The White House Years.

En una especie de resumen de ese libro, que en la parte dedicada a Nixon salió el año pasado el libro bajo el subtítulo de Seis estudios en estrategia mundial, Kissinger confiesa que, en su primera charla con Eisenhower ya en la administración Nixon, aquel le lanzó que se había opuesto a su nombramiento como asesor del presidente Nixon porque no creía que las posiciones de alta responsabilidad para tomar decisiones se llevaran bien con la academia, de la que Kissinger era exponente.

Lo de Eisenhower es como para repensar esa nuestra propensión latinoamericana a confundir las capacidades intelectuales con las políticas, aunque Kissinger demostrara que una notable carrera académica no es óbice para ser un “hombre en la arena”, como el que el hercúleo Teddy Roosevelt reclamaba como el arquetipo del político.

Recientemente, The Economist le hizo a Henry una entrevista de dos días, en un total de ocho horas, cuya transcripción salió en la revista inglesa. Allí, Henry se permite cambiar de posición: de haber contradicho a Occidente por acercar la OTAN tanto a las fronteras de Moscú a, ahora, abogar por que Kiev sea admitida en la OTAN. Pero su racionalidad para esto último es contraintuitiva. Cree que los europeos deliran al armar tanto a Ucrania y desentenderse de los resultados. Si todo termina como se espera, Rusia y Kiev saldrán insatisfechas. La primera, sin consolidar sus ganancias de guerra y la segunda, admitiendo la cesión de Crimea y, principalmente de Sebastopol. Kiev quedará amargada y rabiosa por no poder profitar de su contraofensiva.

Pero lo que preocupa a Henry es que los europeos (y los estadounidenses) dejen a una Ucrania armada hasta los dientes, con uno de los menos experimentados liderazgos, estratégicamente. Como remedio, Henry cree que incluso a Rusia le conviene ahora que Ucrania tenga los límites que le impondría la membresía de la OTAN. Sin esos límites, quien sabe qué hará Ucrania en el futuro.

De ahí que Kissinger lea el acercamiento de Xi Jinping a Zelensky como un reconocimiento del nuevo papel estratégico de Ucrania, una potencia armada en Europa, y un deseo de Beijing de, ahora sí, pese a las declaraciones chinas de amistad sin límites con Moscú, terciar en el conflicto. A China, deduce Henry, no le conviene una Rusia derrotada y menos el trance de que Moscú quedara fulminada con el riesgo de una guerra civil a lo Siria. En esos dilemas debe pensar un estratega en serio, no un productor de facundias como esos que abundan en nuestro Sur.

En Latinoamérica se han festejado los cien años de Mr. Henry recordando su papel respecto a Argentina y Chile, hace cinco décadas. Sin embargo, hay páginas menos ajadas de su pensamiento y acción. Sus detractores optarán por criticar al Henry Kissinger de los bombardeos en la guerra de Vietnam o al que le atribuyen la frase de que “lo ilegal lo hacemos inmediatamente, lo inconstitucional nos toma más tiempo”. Mejor, empero, es seguir al Henry que critica la diplomacia “teológica”, como la boliviana actual, que “concibe a los adversarios como infieles o apóstatas y trata el mero hecho de negociar con ellos como una clase de pecado”. Me quedo, pues, con el Kissinger que sostenía esta macanuda autopercepción: “Los intelectuales son cínicos y los cínicos nunca han construido una catedral”.

Gonzalo Mendieta Romero es abogado y escritor



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