En un libro de 2004, escrito con el excanciller Javier Murillo, el internacionalista
Luis Maira resume los fundamentos chilenos sobre Bolivia. Uno es que, para una relevante
corriente, Bolivia vive signada por la inestabilidad, como exponía en 1945
Conrado Ríos Gallardo, el diplomático más reacio a un acuerdo con Bolivia
(aunque, según Ramiro Prudencio, en tiempos de Charaña su opinión cambió).
Esa premisa se plasma en indirectas como las del expresidente Ricardo Lagos acerca del número de mandatarios bolivianos con los que le tocó negociar, para acabar en los bayonetazos orales de Monterrey con Carlos Mesa. Con Bolivia no hay cómo tratar, dice esa moraleja chilena, no sin cierta complacencia de que así “sean” las cosas o, al menos, con resignado realismo (“qué se le va a hacer”) de parte de los más empáticos en Chile.
Otro de esos fundamentos, según Maira, es que “las crisis bolivianas, en relación a su hostilidad con Chile, se autorregulan (…). Lo que hay que hacer, aconsejan estos grupos pragmáticos, es capear el temporal porque éste es un ciclo recurrente. Presentar contraargumentos o abrir un frente de mediación internacional sólo ayuda a mantener unidos artificialmente a actores domésticos que, de otro modo, volverán a sus disputas internas”.
En lenguaje de calle, eso quiere decir que, si los bolivianos nos ponemos chúcaros, Chile precisa sólo esperar porque concluiremos en alguna trifulca. A Chile, entonces, nuestra “inestabilidad” lo estimula más a no negociar. Y, en caso de discusión, le es hasta ocioso disputar el fondo pues estima que a la vuelta de la esquina la postura boliviana implosionará.
Es otro asunto si esas premisas funcionan, además, como justificativo en Santiago para ignorar interesadamente que la frontera boliviano-chilena-peruana acusa un grave déficit político como ninguna otra en Sudamérica.
Sea como fuere, no pude dejar de rumiar cuánta “verdad efectiva” (a lo Maquiavelo) hay en esos textos de Luis Maira. Más aún después de ver cómo el ciclo de acercamientos y altercados iniciado por Evo, en sus amores con Bachelet y en los litigios de La Haya, ha terminado en Bolivia no sólo con las esperanzas sino en la caída del propio gobierno de Morales, abriendo cauce a la pelotera que tiene como trasfondo quién cargará con el muerto del Silala.
Ese muerto, todo hay que decirlo, ya olía antes de que Evo rajara en noviembre. Sus declaraciones y las de miembros de su administración mostraban que el Silala era otra papa caliente, como reseñé en una columna el 2019 (“El panorama del Silala está nublado”), así sea odioso recordarlo, pero sea prueba de mi crítica a tiempo.
Como si los pragmáticos chilenos que refiere Luis Maira no tuvieran motivo para carcajearse por la precisión de sus dichos, en poco más de una década revisitamos la imposibilidad de negociar, la inestabilidad y la altisonante palabrería con Chile, que se autorregula y da paso a querellas intestinas; todo está ahí, a pedir de boca, pero en contra nuestra.
En el Silala al menos, las bravatas de Evo fueron respondidas con un torpedo chileno en La Haya, sin que nadie en el equipo de Evo enfrentara la verdad. Y aquí estamos, con un libreto forzado para la calle y otro para La Haya, según el cual es falsa la teoría de que en el Silala no discurren aguas naturalmente compartidas. Y debemos reducirnos a los eufemismos: aducir ahora que “una parte” de las aguas fluye artificialmente a Chile.
Por desgracia, nada se arregla hoy con admoniciones de misa laica, como rogar: “no peleen”. Jugando otra vez con Maquiavelo y con los futuribles (que por ser eso, ya no se darán), en vez de reaccionar –errando– al temor por el muerto, al Gobierno le convenía más no dejar ir al plantel del juicio del Silala –incluso para que siguiera cargando la cruz–, en lugar de abrir la puerta a la estampida hasta de ubicuos abogados extranjeros. Al final, esto servirá para que la responsabilidad políticase enrede y, más grave, para que no aprendamos, dando pábulo a esos axiomas de Chile sobre Bolivia que, ¡ay!, persistimos en reforzar.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.