Imaginen que por x o z motivos han tenido ustedes que
salir del país y que en el momento menos pensado (de esos que abundan), alrededor
de las ocho de la noche comienzan a recibir mensajes de familiares, amigos
comedidos y de otros no tan amigos a los que les gusta lamer la desgracia ajena
(aunque esta no llegue a la categoría 5 de “catástrofe”) adjuntando videos de
una turba lanzando huevos a las ventanas de una casa que arriendan. Es decir,
que ustedes dan en alquiler (en Bolivia lo mismo arrienda el dueño del inmueble
que el inquilino que lo toma). Piensen que esas escenas -más parecidas a las de
una procesión del Ku Klux Klan, que a las de una posada navideña mexicana- son
interrumpidas por la voz sexi de una conductora reconocida (digamos pareja de
algún autonominado mejor guitarrista del medio), que en el noticiero central, anuncia
la noticia más amarilla, y por tanto más jugosa de la jornada.
Durante las semanas previas, vecinos de esa morada, ahora caída en desgracia, escuchaban con horror aullidos de perros, cuyo sufrimiento no podía suponer solo un gimoteo provocado por la ausencia temporal de los amos, que habrían ido a comprar al mercado de ahí cerca. No, esos alaridos eran parecidos a los que achacacheños en el altiplano habrían gozado con fervor político. Eran los de unos canes primero heridos y luego agonizantes. A esos sabuesos -gritaban los vecinos sin saber el método- los estaban matando.
Pero la denuncia sobrepasaba lo penal. Los entrevistados por la unidad móvil -en una mezcla de indisposición moral y una pizca de xenofobia- vociferaban que los residentes de esa vivienda no solo asesinaban perros, sino que además se los comían, “¡Por Dios, hagan algo!”. Ante esa extraña manifestación nocturna, la periodista, desde el estudio, pedía perdón a la audiencia por no poder comunicarse con los dueños pues, se lamentaba, no hablaban español.
Y es que los “can-íbales” del barrio, eran chinos. De aquellos miles que, gracias a la cortesía que intercambiaban el gobierno oriental y el nuestro, llegaban a Bolivia a construir infraestructuras millonarias. Presumo, sin embargo, que esa emigración no está considerada entre los mayores éxodos de la Historia.
Nunca se supo si mientras los vecinos, la Policía, los grupos protectores de animales y los meros curiosos participaban de la revuelta animalista, los gourmets orientales se hallaban dentro de la residencia flagelada, pues nunca salieron a la puerta. Quizás estarían cenando (¿sopa de carne con bambú?).
Hasta hace poco en Yulin, una ciudad de China, se festejaba el Festival de carne de perro. Y las estadísticas de esa nación han calculado el consumo de seis o siete millones de canes al año (crueldad mediante). Lo que lastima aun a los menos sensibles de este lado del planeta. Sucede que, como lo refleja su propia literatura, y alguna película de Disney o del 007, algunos asiáticos pasan -en segundos- de auténticas manifestaciones confucianas y honorables actos de ética samurái, al sadismo más perverso. Aunque puestos a hacer números, no creo que las empresas nacionales de embutidos -que tienen más de teutones que de orientales- logren la materia prima suficiente para preparar las miles de salchichas que salen para la fiesta de San Juan. Quizás donde dice pavo o chancho, habría que leer… Disculpen, ya estoy desvariando.
Se cuestionarán ustedes qué clase de historia es esta. Se preguntarán si ensayo un cuento del género noir (no hablo de cuento negro para que los de la corrección no se me ofendan). O pensarán que se me acabaron los temas para esta “pobre pero honrada” columna. Lo cierto es que la casa de las yemas de huevo chorreando por sus ventanas aquella velada, le pertenecía entonces a mi familia.
Tengo pocas pero firmes certezas extraídas de esa noche perra: que los vecinos nos dejaron sin arrendatarios; que nunca se probó la denuncia; que las leyendas urbanas se abastecen de dosis de realidad, fantasías y prejuicios; que los vietnamitas consumen carne de perro en la creencia de que aumenta la virilidad; que pese a que nos encantan los perros calientes, nuestros inquilinos (afortunadamente) nunca nos invitaron a sentarnos a su mesa.
Daniela Murialdo es abogada y escritora