Llega un tipo a una plaza en Aguascalientes, donde tradicionalmente se practican peleas de gallos. Pone toda su confianza en el encargado de las apuestas, le pregunta cuál es el gallo bueno. El experto responde -sin dudar- que el blanco; luego el novato apuesta todo a ese gallo. Al minuto y medio de comenzada la riña entre las aves, el gallo negro despluma a su contrincante y acaba con él. El incauto visitante le reclama enfurecido al organizador haberlo estafado con un dato erróneo, a lo que este responde: “usted preguntó cuál era el gallo bueno, no cuál era el hijo de la chingada”.
Tengo la impresión de que nos hemos vuelto apostadores de peleas de gallos. En lugar de concentrarnos en el debate político, descendemos al subsuelo a enterarnos de las escaramuzas entre los groupies tiktokeros y los guerreros digitales sin nombre, y pasamos de largo de lo que en verdad importa: averiguar cómo carajos nos sacarán los próximos gobernantes de esta crisis.
El jurista neerlandés Hugo Grocio describió allá por el siglo XVII algunas justificaciones relevantes para la guerra y señaló reglas bajo las cuales esta debía conducirse, siguiendo los principios del derecho natural (la razón). Esas normas básicas, propias de lo que podríamos llamar “guerra limpia” se han aplicado en algunos conflictos, incluidos procesos electorales. Solo que, siendo una especie de minotauros, los humanos sacamos nuestra parte bestial cuando nos sentimos atacados.
En política, donde presumo surgió lo que parece un pleonasmo: “guerra sucia”, no se respetan del todo aquellas directrices humanitarias. Quien entra en política requiere piel gruesa y la habilidad de reaccionar a las provocaciones con ingenio y firmeza.
En la última campaña presidencial argentina, el entonces candidato, Javier Milei, llamó a su oponente, Patricia Bullrich, “montonera asesina”. Bullrich -política de aguante- quedó tercera en esa primera vuelta y apoyó a Milei en la segunda. Una vez presidente, Milei la nombró ministra de Seguridad y ella aceptó. Ahora es una de las figuras más importantes del gobierno.
Durante el último debate presidencial norteamericano el 2004, el sofisticado demócrata bostoniano John Kerry, aludió a la hija lesbiana del vicepresidente republicano en ejercicio, Dick Cheney. El comentario fue considerado como “un truco político barato y de mal gusto”. El equipo del presidenciable George W. Bush transformó ese ataque (una alusión con tintes denigratorios a la familia de un miembro de su partido) en algo favorable. Bush y Cheney fueron reelegidos.
Y en el período prelectoral peruano del 2006, se cuestionó la salud mental del aspirante a la presidencia, Alán García, quien minimizó la apuñalada calificándola de “golpe bajo, propio de un circo y no de una elección”. García ganó esa elección.
En Bolivia, tal vez por la contención a la que obligan las leyes, no escuchamos agresiones directas de los aspirantes. Estos días, con excepción de uno que practica la coprolalia, no hemos visto a los candidatos lanzándose agravios (si acaso alguna indirecta o bromas cargadas). La refriega sombría es subterránea, y esa es incontrolable: perfiles anónimos, fakes, cuentas de redes pagadas, desinformación y navajazos que, en las sombras, funcionan.
El columnista Hernán Terrazas escribía hace unos días que lamentablemente ese juego sucio es normal en los procesos electorales aquí y en otras partes del mundo. Que escarbar en la vida privada de la gente e identificar hechos que podrían suscitar escándalos son prácticas habituales, pero que no por eso dejan de ser deplorables.
Coincido con Hernán, pero temo que la crítica no hará mella en la propaganda negativa. Los pactos de no agresión sirven para que, siguiendo a Grocio, en la guerra limpia los protagonistas no se piñen a la mala, pero no impiden la gresca en el inframundo.
Experimentados, los contendientes deben estar preparados para esa disputa paralela. Además de llegar a la arena con un buen mensaje para los electores, los aspirantes tienen que portar un arsenal alternativo para una eventual defensa. Un candidato que no soporta los embates de una campaña (curiosamente una de las acepciones de ese término es “tiempo que cada año estaban los ejércitos fuera de cuarteles en operaciones de guerra”) difícilmente resistirá los embates a un gobierno suyo. Un gobierno en el que lidiará con enemigos de carne y hueso y no con simples bots y sus ofensas.
Quizás no estemos preparados para algo así, pero la Corte Europea de Derechos Humanos (citada por la CIDH) ha sostenido consistentemente que “la libertad de expresión e información debe extenderse no solo a la información e ideas favorables, consideradas como inofensivas o indiferentes, sino también a aquellas que ofenden, resulten chocantes o perturben”.
La realidad cruda es que los candidatos deben enfrentar con aplomo las peloteras digitales y las injurias. Solo así muestran quiénes son; y mejor si es sin tanta queja de los otros. Harry Truman solía decir: “Si no puedes aguantar el calor, sal de la cocina”…
A diferencia de los gallos, a los políticos nadie los obliga a combatir. Tienen, además, que estar preparados para asumir con humildad una eventual derrota. Y no echarle la culpa al gallo negro, por más hijo de la chingada que vociferen que sea.
Daniela Murialdo es abogada.