Cuatro mil caracteres no alcanzan para cubrir la obra
de Raúl Teixidó. De modo que me concentro en el autor más que en esa obra.
Intentaré pues, un retrato hablado desde la arbitrariedad. Aunque para ejecutar
esta pieza de arte forense, deba apoyarme en su libro A la orilla de los viejos días y en alguna que otra entrevista de
las que YouTube nos hace
beneficiarios.
Siempre he pensado que para poder escribir basta con tener una vida propia. Buena o mala, pero propia. Teixidó goza de esa vida propia y además, se ha labrado una “existencia propia”. Huraño -por lo menos en las formas- y reacio a las “motivaciones convencionales” alentó -como él mismo confiesa-, un egocentrismo que sin dañar al resto “le procuraba, en contrapartida, un seguro de supervivencia en relación a un entorno social y humano que decididamente, no le inspiraba la más mínima afinidad o simpatía”.
Pero su intento de marginación ha sido siempre fallido. Sus lecturas, luego transformadas en cuentos, novelas y poesía, entre otros, lo arrastraron desde muy joven al reconocimiento de aquellos con menor o mayor fama. El escritor chuquisaqueño le da un papel relevante a las descripciones maximalistas. Siempre en un lenguaje limpio. Su cadencia no es narrativa (solo) sino estética. Puede perderse algún detalle, pero sus textos jalan y lo obligan a uno a sumergirse de nuevo en sus expresiones, tan existencialistas como francas.
De hecho, las autorreferencias, llenas de logros (académicos, literarios, y luego profesionales), que desplazan cualquier derrota personal, están muy marcadas en parte de su obra. Sin embargo, esas alabanzas en boca propia no alcanzan el vituperio. Cuando escuchamos a Raúl Teixidó en alguna charla pública, advertimos una timidez que termina sofocada por esa socarronería tan propia de los chuquisaqueños como él.
Este literato es una afortunada mezcla de abogado riguroso (no ejerce pero se graduó con honores), que le exige perfección y lógica a sus relatos; de cineasta culto; y de outsider formado por los alambicados jesuitas en una pequeña ciudad como Sucre, de la que supo absorber el cielo “inmaculadamente azul”, las caminatas nocturnas por callejuelas y senderos arbolados y el acceso a la biblioteca pública (de la que fue custodio), mientras huía de la vida social en la plaza principal. Esa que para él suponía “el más representativo escaparate de la mediocridad provinciana en todo el esplendor de sus ridículas poses”.
Pese a que dejó Bolivia hace muchos años para residir en Europa, se siente deudor de su ciudad natal, cuyas calles y plazas, rincones y aledaños, podrían, dice él, testimoniar muchos avatares de su privilegiada adolescencia.
Esa adolescencia que a mí, me une al narrador. Leo su recorrido en esa ciudad, y vuelvo a caminar el mío. Lugares y episodios que no se mueven. Que se quedan donde deben, en las páginas de alguno de sus libros; en su memoria, y en la mía.
Estos días el autor presentó “Con permiso de Franz”, su reciente libro de relatos, inspirados en otros escritos de Franz Kafka. Teixidó es un devoto suyo y se ha nutrido también de él. Lo que no resulta extraño si escudriñamos la personalidad esquiva e introvertida de nuestro escritor. Que parece querer permanecer escondido debajo de algún mueble como un escarabajo kafkiano. Sin lograrlo claro, pues sus letras lo convierten en un hombre con brazos, piernas y corazón, que lo obligan a salir de sus rincones con recelo. Le sucede lo que a uno de los personajes de Haruki Murakami, que podría guiar a algún biógrafo de este sucrense y ayudarlo a comenzar una obra sobre su vida así: cuando despertó, descubrió que se había metamorfoseado en Raúl Teixidó.
Daniela Murialdo es abogada y escritora