La teoría del “golpe” promovida por el gobierno ya no sirve para nada. Durante casi dos semanas ese argumento fue utilizado para descalificar el paro nacional contra la ley 1386 (Ganancias ilícitas), pero la firmeza de la gente en las calles no solo consiguió la abrogación de la norma, sino también la derrota de la narrativa que a lo largo de más de un año utilizó el ejecutivo para arrinconar y estigmatizar a sus adversarios.
Del “golpe” solo queda una burda referencia en la exposición de motivos que justifica la abrogación de la ley en la Asamblea, una palabra suelta en medio de un “acta” de capitulación.
En un nuevo contexto de significación que deja al descubierto su fragilidad, el “golpe” quedó reducido a mera consigna, un ruido más en el bullicio argumental con el que se pretende disfrazar la realidad desde hace tiempo.
Al llevar a las calles un debate que debió haberse conducido por los canales democráticos y de socialización o consulta con actores interesados, el gobierno transformó el espacio público en el escenario alternativo para una pulseta en la que se quedó sin el músculo de actores clave como los gremiales, los transportistas y los cooperativistas mineros.
Inexplicablemente, el presidente Luis Arce esperó a que transcurriera una desgastante semana antes de sacar la “bandera blanca”. Por primera vez en sus doce meses de gestión, el mandatario no habló de la “derecha golpista”, sino que justificó su decisión en la necesidad de no afectar la recuperación económica del país.
El discurso oficial parece desordenado hoy, sin el eje del “golpe” como componente central. Los más radicales y “oportunistas”, como Evo Morales, marcan distancia con la decisión “equivocada” de los “técnicos” que elaboraron la norma abrogada y los conciliadores, como David Choquehuanca, son los “duros” que arremeten con la figura retórica de una supuesta “ira del Inca”.
Del otro lado, el movimiento cívico, pero también algunos sectores sociales importantes de Santa Cruz y Potosí vuelven a cobrar fuerza, y se convierten en la contraparte del MAS en las calles y en una oposición eficiente capaz de articularse coyunturalmente para frenar abusos e imposiciones gubernamentales. A ellos debe sumarse una nueva generación cuyas aspiraciones políticas trascienden la polarización izquierda/derecha y desafían el conservadurismo oficial en temas como el cuidado del medio ambiente, las políticas de género y el clima necesario de libertad en el que deben discutirse esos y otros asuntos de una agenda que el MAS no puede descifrar.
La Asamblea Legislativa Plurinacional, bajo la lógica de administración de poder del oficialismo, es cada vez más un adorno. Si se traduce en respaldo efectivo el transfugio de casi una decena de asambleístas que llegaron con la oposición y buscan un nuevo acomodo, la posibilidad de legislar y fiscalizar en un ámbito de equilibrio habrá desaparecido ya por completo, y una vez más solo quedará la calle como el espacio para acumular fuerzas y dirimir las diferencias.
Es evidente que hay riesgos. El control del aparato policíaco y de los eslabones judiciales que conforman la cadena de persecución política, sumado a la organización de grupos de choque o, mejor dicho, de pandillas oficiales con licencia para agredir y logística asegurada para su desplazamiento, podría generar condiciones permanentes de violencia e intimidación destinadas a resolver, por la fuerza, una correlación adversa. En ese caso, habrá que ver cuánto dura la vocación pacífica que hasta ahora ha mostrado el bloque opositor en sus movilizaciones.
En el clima de “guerra interna” que vive el país, las facciones se repliegan, reactivan y fortalecen en función de la polémica que genera la agenda. Parecería que se trata de escaramuzas continuas de una confrontación que varía en intensidades, pero que de todas maneras se ha transformado en el principal factor de incertidumbre y, por lo tanto, en un freno para la buena marcha de la economía.
La temida “guerra civil” no es un asunto por completo ajeno a lo que vive el país en este momento, precisamente porque el debilitamiento –casi una anemia– de la institucionalidad democrática ha dejado muy pocos márgenes para que el diálogo pueda ser el instrumento que permita avanzar en la solución pacífica de visiones contrapuestas.
Para el populismo, como se hace evidente en países como Venezuela y Nicaragua, la única posibilidad de sobrevivencia es la abolición de la democracia. Maduro o la tragicómica pareja Ortega, que se deshace de los adversarios para construir su imperio de corrupción y terror, son símbolos de decadencia política y referentes alarmantes del rumbo que puedan tomar gobiernos de línea parecida.
Por eso es tan importante lo que ocurra con el bloque democrático que se ha formado y eventualmente fortalecido en Bolivia. Lograr el retroceso del gobierno en la aplicación de una medida no consensuada y sospechosa por sus alcances políticos es un paso importante, como lo es el haber rebatido de manera contundente y activa la teoría delirante de un “golpe” que agoniza.
Los liderazgos que asumieron el protagonismo en la resistencia a la aprobación de las leyes calificadas como “malditas” deben mostrar mesura e inteligencia en los siguientes pasos, para que los impulsos no prevalezcan sobre decisiones racionales y no se desande en poco tiempo lo caminado.
A los otros líderes de oposición, que desde el silencio o la timidez en sus posiciones, priorizaron el cálculo sobre un rol más activo en la protesta, les corresponde interpretar con mayor claridad el mandato de sus electores. Y al resto de la sociedad, a los empresarios, a las universidades y, en general, a todos los que apuestan por la democracia, les queda también hacerse escuchar y no pensar que, por permanecer en silencio, están fuera del radar del poder.
Hernán Terrazas es periodista y analista