No deja de ser paradójico que el principal argumento oficial para ingresar al Mercosur no haya sido la integración productiva ni el acceso a un mercado ampliado, sino la posibilidad de beneficiarse del Fondo para la Convergencia Estructural (FOCEM). Así lo presentó en diciembre de 2023 Benjamín Blanco, ex viceministro de Comercio Exterior y hoy representante de Bolivia ante la ALADI. La revelación se conoció públicamente, durante un reciente seminario virtual organizado por la plataforma independiente “Diplomacia en Democracia”.
El FOCEM es el principal instrumento financiero del bloque, orientado a reducir las asimetrías estructurales entre sus miembros. Financia proyectos de infraestructura, cohesión social y fortalecimiento institucional, especialmente en países con menor desarrollo relativo como Paraguay o, en el futuro, Bolivia. Se estima que este fondo ha movilizado cerca de 1.000 millones de dólares, de los cuales Paraguay ha sido su principal beneficiario, recibiendo más del 45% de los fondos.
La declaración de Blanco, por lo menos honesta, le provocó sorpresa al analista Daniel Agramont, uno de los expositores del webinar y parte de los autores del estudio Bolivia y el Mercosur: pasado, presente y futuro, elaborado por la Fundación Friedrich Ebert, señaló que semejante motivación ni siquiera fue considerada en el documento académico: “No parecía serio que un objetivo fuera simplemente estirar la mano para acceder a un fondo de unos 200 millones de dólares”, apuntó con ironía.
Otra motivación esgrimida por Benjamín Blanco fue la necesidad de “corregir un error histórico”, en alusión al Acuerdo de Complementación Económica ACE-36, firmado por Bolivia con el Mercosur en 1996. Si la intención es corregirlo, cabría preguntarse si no habría sido más coherente denunciar el acuerdo o incluso renunciar a él. Como recordó Agramont, la membresía plena al Mercosur implica más obligaciones que beneficios, al menos desde la óptica boliviana actual.
El ACE-36 lleva casi tres décadas en vigencia y no se conoce un análisis estatal serio sobre su impacto. Según datos del IBCE, Bolivia exportó al bloque alrededor de 68.000 millones de dólares en este periodo, mientras importó 49.000 millones. A primera vista, parecería una relación favorable. Pero si se excluye el gas –que no forma parte del acuerdo y cuya exportación ha marcado la diferencia comercial– la imagen cambia. El déficit comercial bilateral pasó de 238 millones de dólares en 1996 a más de 2.000 millones en 2023, acumulando una cifra de 42.000 millones en esas tres décadas.
La desgravación arancelaria entre Bolivia y el bloque ya se encuentra en marcha desde 1997. Es decir, los productos bolivianos ya ingresan al Mercosur con ventajas, sin necesidad de membresía plena. Así, la pregunta clave –que debería ser eje de cualquier discusión técnica– es qué cambia realmente al convertirse en Estado Parte.
Con membresía plena, Bolivia no solo obtendría ciertos beneficios, sino que asumiría también compromisos de enorme trascendencia. Uno de ellos es incorporarse al Arancel Externo Común; otro aspecto crucial es negociar de manera conjunta con terceros países bajo la fórmula 4+1. Esto significa que Bolivia no podría establecer acuerdos comerciales bilaterales sin el consenso de Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, como ya quedó demostrado con el intento frustrado de Uruguay por avanzar en un tratado con China.
Desde el punto de vista productivo, la situación no es más halagüeña. Dejando de lado el gas –cuya declinación es evidente–, Bolivia seguiría exportando productos como banano y boratos, mientras compite desigualmente con gigantes del agronegocio como Brasil y Argentina, principales productores de soya en el mundo. Lejos de ser complementarios, somos competidores con escasa capacidad relativa.
Productos como la castaña, la madera u otros de la biodiversidad boliviana no cuentan aún con el volumen ni la sofisticación suficientes como para hacer una diferencia en mercados tan exigentes. A eso se suma el hecho de que China y la Comunidad Andina siguen siendo los socios más relevantes para Bolivia en términos de flujo comercial.
El proceso de adhesión al Mercosur, además, fue aprobado por vía legislativa sin convocar al referéndum que muchos consideran hubiera sido necesario. Una decisión de este calibre, que implica cesión de soberanía, debería contar con una validación democrática más robusta, especialmente a la luz del artículo 257 de la Constitución que trata sobre la transferencia de competencias a organismos supranacionales.
Pero más allá de la legalidad, el problema central parece estar en otro lado; la parálisis institucional. El trámite de adhesión, que ya fue ratificado y depositado, se encuentra estancado por una inercia burocrática y una Cancillería desprovista de liderazgo técnico. La falta de visión estratégica y de equipos capacitados ha dejado congelado un proceso que debería estar siendo evaluado con máxima rigurosidad.
Integrarse no es simplemente sentarse en una mesa; es aceptar reglas, competir en condiciones complejas y pensar a largo plazo. Y aunque la integración puede abrir puertas en términos de conectividad, educación, circulación de personas o cooperación regional, no garantiza automáticamente un beneficio neto. Menos aun cuando los términos del intercambio ya están definidos y las capacidades propias siguen siendo limitadas.
El próximo gobierno boliviano tendrá la responsabilidad de decidir si retomar el proceso de adhesión. Pero deberá hacerlo con los ojos abiertos y sin euforias, porque el verdadero dilema ya no es si Bolivia ingresará al Mercosur, sino si valdrá la pena hacerlo. Si el precio será apenas una silla al fondo del salón, mientras otros reparten la música, el menú y la cuenta.