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Camino de Vuelta | 04/03/2025

Hacia un haraquiri colectivo

Vladimir Peña
Vladimir Peña

Después de dos años de una batalla descarnada, está claro que el enfrentamiento entre Evo y Arce es una lucha simplemente por el poder, no se trata de visiones diferentes ni cuestiones ideológicas. Los hermanos pasaron de una pugna soterrada o un verdadero combate fratricida, sin que haya habido instrumento ni árbitro que detenga el desangramiento. Han llegado a un punto impensable, la fractura del MAS, dejando desorientada a su militancia. Si bien esta guerra tiene contiendas por librarse, es evidente que este ejercicio de irresponsabilidad política retrata la decadencia del proceso de cambio.

Tanto el expresidente y su delfín partieron de un error de cálculo, creyeron que la elección presidencial de 2025 era una cuestión interna del partido hegemónico, aconsejados por los resultados de los últimos procesos electorales donde obtuvieron mayorías incuestionables –excepto la de 2019–. Pero, las cosas cambian y subestimar el juicio de los ciudadanos no es inteligente. Ambos se lanzaron a la aniquilación del otro, Arce confiado en la fuerza estatal y los resortes del Estado autoritario para delatar las perversiones –que antes callaban– de su mentor, mientras que Morales atizaba la incapacidad de gestionar de su pupilo, sabiendo que las supuestas bondades del proceso de cambio eran insostenibles.

Los dislates de Evo vienen de antes, cuando sintiéndose invencible, decidió convocar un referendo para modificar la Constitución de acuerdo a sus intereses. Ante el NO del pueblo a su afán reeleccionista, aupado por los aduladores que lo veneraban irremplazable, imaginándose impune, ordenó al Constitucional que le dotara de un absurdo derecho humano a la reelección perpetua. Aquel día, el 21F de 2016, fue el principio del fin de su liderazgo. Sin embargo, Morales es de esos líderes obsesionados con llegar hasta el último aliento, como el 2019 cuando ofreció nuevas elecciones tardíamente, solo le quedaba el idealizador del momento apocalíptico que nunca llegó y un puñado de fieles. El fraude a la democracia marcará su ocaso irreversible.

Lo de Arce es paradójico, ha pasado de ser el ministro del supuesto milagro económico boliviano al presidente que dejará fundida la economía y el país. No hay descargo valedero para el colaborador que compartió mayor tiempo el poder con Evo. Sin relato propio ni gestión, la administración Arcista será recordada por la inercia y la crisis múltiple. Tres fueron sus errores capitales: dejar la economía en piloto automático, continuar con la persecución política y meter al gobierno en la interna partidaria. En lo único que ha sido eficaz es neutralizando a Evo y encarcelando a opositores en base artimañas judiciales, también ha logrado, pese a la elección judicial, mantener subordinado al aparato judicial, pero a la vez eso ha contribuido a erosionar su liderazgo. A estas alturas, la candidatura del presidente tiene menos gasolina que los surtidores.

En resumen, Evo es un líder amortizado por sus propios errores y excesos, consecuencia de años de comportamientos impunes, mientras que Arce ha demostrado una capacidad asombrosa para cavar la tumba de su propio Gobierno. Su guerra ha derrumbado las fachadas que ocultaban la gran estafa del proceso de cambio y prácticamente lo han finiquitado. Un auténtico haraquiri. La lucha por el poder ha evidenciado la putrefacción de un proyecto que se presentaba como la reserva moral, la degeneración es palpable en las acusaciones mutuas de corrupción, ineptitud en la gestión, protección al narcotráfico, tráfico de influencias, abuso de poder y un largo etcétera.

No obstante, mientras Arce y Evo juegan al Coyote y el Correcaminos, creyendo que con eso entretienen a una ciudadanía asfixiada por las crisis, queda saber si serán capaces de detenerse y comprender que su tiempo se ha acabado, porque hasta ahora queda la sensación de que no saben bajarse del tren. La terquedad de ambos ha desahuciado la intervención de los líderes internacionales de la izquierda populista, por lo cual, solo queda la base masista, que deberá señalarles el camino a casa, si es que pretenden salvar lo que queda de su proyecto político, sino el haraquiri será colectivo. Democráticamente, la alternancia en el poder es saludable incluso para los propios partidos, porque los oxigena y permite la renovación de sus liderazgos.



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