La reciente sentencia de la Corte Suprema de los EE. UU., que revierte un fallo anterior sobre el “derecho al aborto”, ha levantado una polvareda que ha distorsionado el análisis sereno y el debate en torno a las implicaciones de esa sentencia.
Las repercusiones políticas del fallo no se han hecho esperar: demócratas y republicanos, con miras a las elecciones de medio término de noviembre, han reaccionado, respectivamente, con júbilo y bronca: para los primeros es la reivindicación del derecho a la vida del embrión, para los otros un impredecible retroceso en las conquistas civiles y feministas.
Se ha querido opacar la sentencia con el argumento de que la actual Corte ha sido nombrada, en su mayoría, por presidentes conservadores, sin considerar la complejidad y transparencia del proceso de ratificación de esos jueces.
Asimismo, se ha denunciado consecuencias sociales (que la sentencia penaliza a las mujeres pobres de los Estados conservadores) y presiones de grupos de poder, en especial de las influyentes iglesias evangélicas.
A pesar del consejo de amigos de evitar esas arenas movedizas, máxime cuando me considero un lego del derecho, me gustaría compartir con mis lectores una reflexión de índole conceptual, sobre un aspecto relevante de la sentencia.Parto de una pregunta: ¿el llamado “derecho al aborto” es realmente un derecho? Si lo fuera, sería un raro derecho, que necesita ser despenalizado para ser ejercido.
Sin duda no es un derecho “constitucional”, como ha reconocido la misma Corte, basándose en que no está mencionado en la carta magna explícitamente y tampoco existen argumentos sólidos para incluirlo implícitamente. De modo que la Corte no podría cimentar el fallo en sus atribuciones (la aplicación de la Constitución), como tampoco debería hacerlo su homónimo boliviano, con base en el Título II de nuestra Constitución.
Queda, sin embargo, la posibilidad de que el llamado “derecho al aborto” sea parte no de la moral universal -base de los derechos fundamentales- sino de la ética, contingente y evolutiva, que inspira la ley civil. Ésta se fundamenta en lo que es considerado permisible o penalizable por la mayoría de la gente en una dada sociedad histórica. Por ejemplo, un comportamiento moral como el adulterio en el pasado fue criminalizado en muchos países y, sin embargo, hoy es considerado, a lo sumo, como una causal de divorcio. Al contrario, la contaminación de los ríos, que fue olímpicamente ignorada durante siglos, hoy es considerada un crimen de suma gravedad.
Ahora bien -parece decir la Corte- el aborto pertenece al ámbito de la moral contingente y evolutiva, de modo que es la sociedad en su conjunto la que debe decidir en cuáles casos se considera impune interrumpir un embarazo y en ningún caso un tribunal puede arrogarse la facultad de decidirlo en su lugar. Esa función les corresponde a los legisladores, que deben traducir el sentido moral de sus electores en leyes que, desde luego, no deben ir en contra de derechos constitucionales.
En resumen, de ninguna manera la polémica sentencia de la Corte Suprema ha “suprimido el derecho al aborto”, como se ha dicho y escrito, sino que ha devuelto la decisión sobre esa materia a los electores de cada Estado, cuya métrica ética puede ser más o menos permisiva en cuanto a establecer las causales que vuelven impune un aborto.
Finalmente, creo que hay controversias que deben dirimirse políticamente en las urnas y no ante tribunales sujetos a presiones de corporaciones o de modas a veces inducidas. Pienso, en particular, en la funesta sentencia del TCP 084/2017 que se inventó un inexistente “derecho humano” a la reelección indefinida con el único fin de burlar la voluntad popular.
Francesco Zaratti es físico, especialista en hidrocarburos y energía y escritor.