Es posible que hayamos alcanzado el punto liminar en la resolución de las disyuntivas históricas de la nación. Algunos pensadores contemporáneos sostienen que la disyuntiva histórica de la actual Bolivia se conjuga entre construir una “nación étnica” o una “cívica”, o más propiamente ciudadana. No se trata de un artificio del lenguaje, claramente se nota que ambas designaciones conllevan proyectos de sociedad y de Estado diferentes. Una concepción de la nación fundada en la cultura ancestral es diametralmente diferente a una fundada en la cultura del occidente moderno y victorioso. No quiere decir esto que no se podría construir un país en que lo ancestral, las culturas originarias y su legado mítico no convivan con los patrones de la modernidad e incluso de la posmodernidad, eso lo han hecho la mayoría de los países de Occidente y Oriente, solo bastaría pensar en Japón, China Corea, Vietnam etc. El hecho es que, por la mentalidad política e ideológica de nuestros actuales gobernantes, el país se niega a sí mismo esa posibilidad y hace un denodado esfuerzo por volver a sus orígenes o saltar al vacío del fracasado socialismo siglo XXI.
La primera posibilidad, una “nación étnica” expresa una visión centrada en elementos de orden cultural originario y ancestral. Considera que la república y la construcción social que supuso fueron expresiones neocoloniales, una extensión de las formas de dominación colonial que llegaron con los españoles, cosa que por cierto fue cierta al menos hasta 1952, año en que la Revolución Nacional revierte el orden de los factores en el horizonte de un nacionalismo pluralista y multicultural, profundamente afincado en la alianza de clases que hizo posible la Revolución Boliviana e inscrita en los cánones de la modernidad.
Por esta vía, la idea que las generaciones postrevolucionarias (1952) se forjaron en referencia al país, nació bajo los parámetros de un capitalismo liberal y una modernidad occidental, en que la participación ciudadana solo podía ejecutarse en los ámbitos de una democracia representativa, de ahí que la conciencia democrática del pueblo boliviano es proporcional a la profundidad de las transformaciones revolucionarias iniciadas en 1952. Esto, en pocas palabras, quiere decir que la conciencia democrática en la ciudadanía es superior a cualquier otro paradigma, y que, es muy difícil trastocarla, a no ser que nazca de otra revolución de verdad, (como la del 52) cosa que hasta ahora no ha sucedido.
A estas alturas la nación se ve pues en dos horizontes, uno afincado en la tradición étnica ancestral originaria, y otra en la nación capitalista, liberal e inscrita en la modernidad. Sin embargo, cuando escuchamos los discursos de las altas esferas del Poder, nos queda la sensación de que quienes los expresan no saben exactamente que ruta van a tomar, en pocas palabras, no han definido la orientación del estado y nos mantienen en vilo, entre devaneos ancestrales y coqueteos liberales.
Esta imprecisa definición de las ideas que fundamentan las acciones de orden estatal en el actual régimen se deja ver con claridad, por ejemplo, cuando escuchamos un discurso del señor Choquehuanca, Vicepresidente de la República, por contraste con uno del presidente Arce Catacora, mientras el primero habla de un país casi mítico, el otro describe una mágica Suiza esplendorosa. Arce Catacora tiñe sus argumentos de una verborrea socialista digna de la década de los 70, el Vice reconstruye conceptualmente una teocracia que hoy pasaría de talibán sin muchas dificultades. El Presidente se presenta como un revolucionario al mejor estilo de la Higuera, y el vice como un callahuaya al mejor estilo del último inca, del que dice ser descendiente. La fatuidad de ambos discursos se pone en evidencia porque ambos son imposibles de realizarse. El primero porque el socialismo real fracasó estrepitosamente, y el segundo porque la historia no retrocede, y si lo hace es para perecer.
Lo grave aquí es que estos devaneos se llevan por delante a millones de bolivianos perplejos y a expensas de la imaginación creativa de algunos iluminados, más grave aún resulta observar que el ímpetu de sus victorias discursivas se va traduciendo en la creencia de que pueden hacer todo lo que se les ocurra y que, gozan de una impunidad que linda en el delirio. Dado que ninguno de los proverbiales proyectos que esgrimen coincide con el proyecto ciudadano, la pregunta ahora es, ¿cuánto más estamos dispuestos a soportar?