A mediados de 2025, Bolivia respira un aire de profundas reconfiguraciones ideológicas. La narrativa que durante casi dos décadas definió la vida política del país, aquella que hablaba de una lucha histórica de 500 años, parece haber agotado su capacidad para explicar el presente y movilizarse para el futuro.
Lo que emerge en su lugar no es un simple reacomodo de fuerzas7éq, sino una disputa fundamental por el alma de la nación, una tensión que se libra entre el ideal social colectivo y la reafirmación del individuo como ciudadano.
Para entender este giro es crucial recordar la arquitectura ideológica del Movimiento al Socialismo (MAS). Su éxito se cimentó en una significación de la historia articulada en una dicotomía central, el bloque indígena popular enfrentado a una élite mestiza qhara heredera del orden colonial. Este marco fue una herramienta deliberada para deconstruir el ideal liberal del ciudadano con derechos universales considerado una ficción de la República que invisibilizaba la opresión real. En su lugar, se promovió una identidad anclada en la pertenencia a un colectivo; el sujeto político relevante ya no era el ciudadano, sino el miembro de una nación originaria, de un sindicato o de un movimiento social. Este proyecto, dotado de una inmensa legitimidad moral, se presentó como el sustento ideológico de los pueblos indígenas en su larga lucha por la liberación.
Sin embargo, paradójicamente, el fracaso de esta hegemonía ideológica fue impulsado por el propio éxito económico de su modelo. El auge de los precios de las materias primas financió un Estado extractivista que, si bien redujo la pobreza, también expandió masivamente una nueva clase media urbana. Este estrato social, a menudo de origen popular e indígena, adoptó con rapidez las aspiraciones de consumo, movilidad y patrimonio que el discurso oficial criticaba.
Se constituyó así una nueva burguesía popular que buscaba afianzar un capitalismo popular fuertemente marcado por los contingentes de mano de obra informal. La promesa de un futuro comunitario comenzó a chocar con la realidad de un presente cada vez más individualista, en el que el éxito se medía en términos personales y familiares; muy lejos de las doctrinas raciales del MAS y de las elucubraciones étnicas de sus intelectuales.
Es en este caldo de cultivo donde la categoría ciudadana surge con una fuerza arrolladora. Al integrarse en la economía de mercado y la vida urbana, esta nueva clase media comenzó a pensarse y actuar no sólo como parte de un colectivo, sino como ciudadanos de a pie. Sus demandas trascendieron el reconocimiento étnico para centrarse en derechos individuales y universales, seguridad jurídica para sus propiedades, calidad en los servicios públicos, protección frente al abuso estatal y libertad de expresión. La subjetividad del miembro de un movimiento social empezó a ser insuficiente para contener las aspiraciones del emprendedor o del profesional que exigía al Estado eficiencia y respeto. La crisis política de 2019 fue la manifestación más clara de esta tensión.
Para una parte significativa de la sociedad, la lucha no fue racial, sino una defensa cívica de la ciudadanía y del voto frente a un proyecto que buscaba perpetuarse en el poder.
Este descontento ciudadano encontró su fundamento en las fallas tangibles del modelo. La crítica a la corrupción incontrolable y el crecimiento desembozado del autoritarismo se expresó en la victoria alcanzada en contra de la reelección por una tercera vez postulada por Evo Morales y su partido.
La victoria ciudadana en el referéndum demolió la autoridad moral del “proceso de cambio”. Ya no se trataba de errores aislados, sino de una consecuencia de un sistema que optó por debilitar las instituciones en favor de lealtades corporativas.
Así, el vacío dejado por la narrativa populista en declive comenzó a ser ocupado por una alternativa liberal, que hoy emerge con fuerza impulsada por nuevos intelectuales, movimientos cívicos y actores políticos. Este discurso se presenta como la superación de la política de identidades. Su propuesta es simple y poderosa; retornar al ideal de una república de ciudadanos libres e iguales ante la ley, protegidos por un Estado que garantice la propiedad privada y la libertad de mercado.
Este discurso se acopla perfectamente a la nueva subjetividad ciudadana, ofreciendo una promesa de orden, meritocracia y protección frente a la arbitrariedad del poder. No niega la presencia de grandes sectores de la población sumidos en la pobreza, pobres los hay, los ha habido y los va a haber, acá o en países tan desarrollados como los Estados Unidos, Francia, Alemania o cualquier otro. De lo que estamos hablando es de que la interlocución histórica ya no es la misma. El interlocutor válido hoy en día ya no es aquel ciudadano sumido en la miseria que encajaba perfectamente en la categoría “nacional-popular”; hoy el interlocutor real es el ciudadano de a pie.
En definitiva, Bolivia vive una profunda pugna por su identidad. El proyecto que buscó reemplazar al ciudadano por el miembro de un colectivo ha encontrado su límite en las aspiraciones de una sociedad que se volvió más compleja. En consecuencia, el péndulo ideológico no se mueve hacia el pasado, sino hacia un escenario de competencia directa entre dos visiones de futuro. Una que prioriza las identidades en los marcos de “popular” y/o étnico y otra que se fundamenta en los derechos irrenunciables del ciudadano individual. La resolución de esta contienda definirá el carácter de la nación para las próximas décadas.
Renzo Abruzzese es sociólogo.