Ha pasado un nuevo Día del Trabajo
dejando, además del habitual cúmulo de estadísticas, cifras y opiniones
respecto al empleo, salarios, poder adquisitivo, inflación, etc., el anuncio
del gobierno de transición sobre la puesta en marcha de un plan de empleo que
se propone crear 600.000 empleos, directos e indirectos, para contribuir a
superar los impactos económicos de la pandemia del COVID-19.
Siguiendo la tradición del FSE, FIS y PLANE (con impactos decrecientes), el plan financiará una gama de proyectos para la construcción, refacción y equipamiento de infraestructuras para el sistema de salud, obras menores de mejoramiento urbano en barrios y comunidades (aceras y similares, ejecutadas por vecinos contratados por el plan), y otras acciones aún no bien precisadas en actividades agropecuarias de pequeña escala.
Valoro en gran medida la preocupación de las autoridades por atender la inminente crisis del empleo como consecuencia de las medidas de distanciamiento social y de otras restricciones a los intercambios comerciales habituales, pero debo expresar, con total asertividad, que no comparto el enfoque.
El FSE (Fondo Social de Emergencia) fue en 1986 la respuesta a la “relocalización” de entre 30.000 y 40.000 mineros por el colapso de los precios de los minerales, iniciado en 1979-80. Se perdieron fundamentalmente puestos de trabajos manuales, cuya productividad había llegado a ser nula porque la producción no tenía valor. Por ello, crear ocupaciones temporales en la construcción de infraestructura fue una solución creativa, pero que no implicaba reconversión laboral alguna.
La realidad en el 2020 es totalmente diferente, por lo que no es aplicable la receta de hace 35 años. El desempleo, efectivamente, podría llegar (y superar) al 10% de la fuerza laboral (formal e informal), afectando a unas 600.000 personas, pero no solamente de trabajadores manuales, sino de empleados y de profesionales cuya productividad supera a la media nacional. Mientras la productividad media es, en números redondos, de 5.000 dólares/trabajador año, la de los trabajadores, empleados en pequeñas y medianas empresas y de profesionales dependientes, oscila entre 8.000 y 24.000 dólares por persona año.
Si, para efectos ilustrativos, tomamos 10.000 dólares como la productividad promedio de las personas que podrían quedar cesantes como consecuencia de la crisis, subemplear 600.000 personas en ocupaciones de casi nula productividad significaría reducir 6.000 millones de dólares (10.000 x 600.000) al PIB actual de 43.000 millones de dólares, lo que equivale a una caída del 14%.
Más aún, considerando solo un salario mínimo (300 dólares) como remuneración mensual para las 600.000 personas, el costo del plan sería de 180 millones de dólares mensuales, o 2.160 millones por año. Similares órdenes de magnitud se obtienen asumiendo solo 200 mil empleos directos, pero incluyendo los costos administrativos del plan y de los materiales para las obras. Es decir, además de la posible caída de 14% del PIB por pérdida de empleos con “productividad positiva”, el plan de empleo nos significaría invertir otro 5% del PIB para crear ocupaciones con “productividad cero”: un impacto negativo total cercano al 20% del PIB.
Por estas razones, conceptualmente, el plan de empleo propuesto no es una alternativa viable para “capear” la crisis y, menos, para salir fortalecidos de esta traumática experiencia. Pero la crisis del COVID y las debilidades que ha desnudado en nuestra realidad económica pueden ser enfrentadas creativamente siempre y cuando tengamos la capacidad de pensar “fuera de la caja” que nos impone el pensamiento económico tradicional, y la preferencia política por el paternalismo.
Enrique Velazco es especialista en temas de desarrollo.
@brjula.digital.bo