Elixir (o elíxir, ambas son correctas) tiene, según el mataburros, las acepciones de materia alquímica para hacer oro, remedio maravilloso y sustancia esencial. No lo hubiésemos dicho hace algunos meses, pero a tal punto ha llegado la escasez de gasolina, que ya va adquiriendo en el imaginario colectivo el carácter de líquido maravilloso o sustancia esencial digna de ser embotellada. ¡Esencial para trabajar, sin lugar a dudas! Lo pueden decir enfáticamente los más perjudicados.
Podemos clasificar la población de la ciudad en varios grupos, según la manera en que están siendo afectados por la actual crisis energética; uso esta palabra porque gasolínica no existe y no vale la pena inventarla porque suena mal.
Están, en primer lugar, los más afectados porque sus trabajo y sustento familiar dependen de la gasolina. Después vienen los muchos otros para quienes moverse en auto es una necesidad con pocas o ninguna alternativa viable. Después están los que pueden observar la crisis con una mezcla de pena, angustia y distancia porque pueden ir de un lugar a otro, ya sea usando el medio de transporte más antiguo que existe –los pies– o el transporte público. Están aquellos que saben de la crisis mediante Instagram o TikTok, pero no les afecta mayormente porque pueden mandar a su chofer a cargar gasolina. Y, finalmente, están los que no se enteran de esta crisis ni de nada porque viven felices en otro mundo.
Evidentemente, cada uno de estos grupos está viviendo la crisis con grados de intensidad acordes con su ansiedad. Yo, que me encuentro en el tercer grupo, el de los que se mueven “a pata” y para quienes el famoso vivir bien no incluye tener el tanque siempre lleno, no puedo dejar de observar las largas colas en las gasolineras y ver que no faltan los que no se pasan la noche en la cola hasta que abra la estación de servicio, sino que se van a su casa, dejando incluso autos de lujo haciendo cola sin conductor. No están locos. Loco estaría el ladrón que se robe un auto sin gasolina.
Los que saben de dinámicas de mercado pueden decir que una de las distorsiones del momento es que, aunque la oferta se ha venido al suelo, el precio sigue constante. ¿No es posible corregir esta distorsión autorizando a las gasolineras que lo soliciten a vender el mismo líquido al doble de precio? El que no quiera pagar más hace cola en una gasolinera que venda barato, digamos las verdes, pero el que valore su tiempo, irá a una gasolinera roja y pagará el doble –o lo que se determine que sea el precio de equilibrio– feliz de la vida, con tal de no hacer cola. Es esencial la exclusividad: cada estación solo vendería un tipo de gasolina –cara o barata–, de manera que las colas sean distintas.
El tiempo que toma adquirir un bien también es parte de las características que definen su valor de mercado. Algo debe haber que impide la implementación de este esquema, y ahí están todos, los que la necesitan para vivir y los que no soportan ver que su tanque ha bajado de un cuarto, haciendo la misma cola por la misma sustancia.
Entre los que están pasando las de Caín –¿no debería decirse las de Abel, que termina muerto? – son los taxistas y los minibuseros, quienes, además de tener que pasar horas y horas en las colas, están imposibilitados de pasar el costo adicional, el de su tiempo, a sus pasajeros porque la demagogia general solo ve las cuitas de los segundos. Todos sufren, es cierto, pero me sorprende que incluso gente inteligente esté cerrando los ojos a las penurias de los choferes. Que sean dueños de carros –quizá comprados a crédito y pagados con gran sacrificio– no hace que sean necesariamente más pudientes que sus pasajeros. Tiene que haber algún método no demagógico para establecer un precio justo de los pasajes, que tome en cuenta el costo del tiempo en las colas.
El hecho es que la situación está jodida, sin perspectivas de mejorar. Muy poco podemos hacer los ciudadanos, excepto contribuir, en la medida de las posibilidades logísticas de cada uno, según su cristiana consciencia, sacando el auto del garaje lo menos posible. Con esto, además de contribuir a aliviar el mal colectivo –con lo que quizá se ganen unos puntitos para la hora de gestionar la entrada al cielo–, mejorarán la salud propia y ajena haciendo ejercicio, quemando grasa en lugar de gasolina y contaminando menos, y además podrán aprovechar ese andar de aquí para allá para conocer (o reconocer) pedazos de la ciudad que tienen olvidados o mal vistos detrás de los vidrios sus autos.
Así como recordamos la pandemia como un tiempo que nos permitió explorar relaciones y quehaceres distintos de los habituales, cosa de las que muchos han sacado beneficios de corto y largo plazo, quizá de esta crisis se pueda también sacar frutos inesperados. Supongo que hay en ello algo de sabiduría popular de la que no pretendo dar lecciones, sino apenas ofrecer sugerencias.