En unos días más, toca cumplir con nuestro deber ciudadano en unas elecciones judiciales marcadas por la incertidumbre. Bajo el lema no oficial de “Si no puedes convencerlos, confúndelos”, este proceso electoral está diseñado para frustrar, más que para fortalecer, la democracia.
Votaremos con un año de atraso, con papeletas y número diferente de votos según el departamentoen el que vivimos. Nos dan a escoger entre candidatos que, en el mejor de los casos, son perfectos desconocidos, y en el peor, conocidos por sus matufias. Ni que decir del misterioso Tribunal Agroambiental. ¿Alguien sabe exactamente qué hace? (pregunta retórica). Brilla por su ausencia en vista de tanto crimen ambiental. La falta de información sobre las actividades de éste órgano es otro síntoma de un sistema desconectado de las necesidades y preocupaciones de la gente.
La apatía es palpable. Por ende, la mayoría de la población ya tiene decidido su voto: nulo o blanco. Bolivia, de hecho, ostenta un récord peculiar en este tipo de elecciones. Las papeletas marcadas erróneamente –intencional o no– se cuentan con tanto entusiasmo que eclipsan a los votos válidos.
Resulta fascinante, incluso cómica, la creatividad que los ciudadanos demuestran en sus votos nulos: mensajes, dibujos y hasta collages que bien merecerían una exhibición con las mejores “obras”. ¿Por qué no proponérselo al Tribunal Electoral? Yo visitaría esa exposición.
Pero más allá de la ironía, las preguntas centrales permanecen: ¿qué hacer ante este sistema? ¿Resignarse a repetir el ciclo de apatía, desinformación y votos sin rumbo? ¿seguir gastando tanta plata, de la poca que queda, para un proceso fallido?
La justicia en Bolivia es una herida abierta. Un sistema plagado de corrupción, juicios interminables y cárceles sobrepobladas. En éstas se entremezclan culpables e inocentes e incluso sus hijos, quienes crecen tras las rejas sin haber cometido delito alguno. Este panorama es inaceptable.
La frustración ha llevado a muchos a la parálisis y a no querer participar. Pero el voto obligatorio y secreto en Bolivia, aunque imperfecto, al fin y al cabo, es una herramienta para medir el pulso social. Si no, ¿cómo sabríamos cuán profundo es el descontento, si no fuera por la avalancha de votos nulos y blancos? Ya ni las manifestaciones, ni los bloqueos, son “auténticos”. Todo es comprado.
A pesar de todo esto, lo peor es caer en la indiferencia. Podemos quejarnos todo lo que queramos, pero cuántos realmente nos sentamos a informarnos de verdad antes del sufragio. Vayamos a votar, obligados, sí, pero también informados, conscientes y decididos a fiscalizar. Elijamos al “menos peor” si es necesario. Después sigamos cada paso de ese representante, recordándole constantemente su deber. Votar es solo el comienzo; la constante atención ciudadana es lo que realmente transforma. Es lo que mantiene viva a una democracia.
Gabriela Keseberg Dávalos es politóloga.