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Mundo en transición | 04/12/2025

La tragicomedia de la “inspección técnica vehicular”

Gabriela Keseberg Dávalos
Gabriela Keseberg Dávalos
Cada año los bolivianos, como ovejas al matadero, atravesamos el mismo ritual: la llamada “inspección técnica vehicular”. Un proceso que en teoría debería garantizar seguridad vial, pero que en la práctica se ha convertido en un lamentable simulacro amparado por el propio Estado. 

Antes de siquiera iniciar el trámite, cada ciudadano debe pagar Bs  20y 30 cuyo destino real nadie conoce. Luego viene la parte más desgastante: perder horas en filas para someterse a una revisión que, lejos de evaluar seriamente el estado del vehículo, termina siendo una farsa sostenida por excusas absurdas y decisiones arbitrarias.

La experiencia es casi la misma para todos: policías y dizque mecánicos que hallan cualquier pretexto, que se lo puede “agilizar” solo mediante pagos adicionales. Más que una inspección, se trata de una extorsión anual normalizada. Peor aún, no se certifica ninguna de estas excusas, por lo cual es imposible hacer una denuncia. ¿Y dónde se haría? ¿Ante la misma institución que está extorsionando al ciudadano? Juez y verdugo son uno solo. 

Considerando que el 2024 el parque automotor en Bolivia era de alrededor de 2,5 millones de vehículos y que cada automóvil tiene que pagar una papeleta de Bs 30,  estamos hablando de una recaudación de Bs 75 millones. Si sumamos, digamos, el doble con la llamada coima, son Bs 150 millones que al cambio oficial son $us 21 Millones. ¡Vaya negocio!

Año tras año nos sometemos a esta dinámica corrosiva. Y aún más triste: mientras muchos cumplimos con el trámite, otros, amparados en sindicatos o contactos internos, simplemente entregan el número de placa, pagan bajo la mesa y obtienen la aprobación sin que su vehículo pase por ninguna verificación.

Algunos de ellos tienen autos en buenas condiciones y lo hacen sobre todo para ahorrarse el disgusto. Pero también circulan autos en condiciones deplorables que ponen en riesgo vidas, mientras la supuesta “inspección técnica” mira hacia otro lado.

Cómo olvidar el día en que al minibús en el que yo iba se le cayó la puerta corrediza en pleno viaje. Pero el adhesivo de la inspección, ahí estaba, brillando en el parabrisas. 

Para colmo, quien no participa de esta farsa es sancionado con una multa. Significa que el Estado además castiga al ciudadano por no entrar en un proceso que él mismo ha permitido degradarse hasta convertirse en una red de corrupción. 

Si la meta fuera realmente mejorar la seguridad vial, el sistema sería técnico, profesional, transparente y no dependería de la discrecionalidad policial. Habría sanciones reales para los que no cumplen e incentivos para los que sí. 

Empero, es evidente que en un país como el nuestro no se puede exigir que todos tengan autos nuevos o en perfecto estado. Para muchas familias, su vehículo, por antiguo que sea, es un recurso indispensable, ya sea para trabajar o simplemente para moverse en ciudades sin transporte público eficiente.  La renovación del parque automotor es un tema pendiente. 

A la vez, tampoco es justo que quienes sí mantienen sus vehículos en buen estado deban pasar por la misma tortura burocrática y pagar las mismas “retribuciones informales” que otros. 

Entonces, la inspección, tal y como existe hoy, no distingue responsabilidades, no mejora la seguridad y no aporta absolutamente nada al bien común. Solo contribuye a corroer aún más la institucionalidad del país. 

Ni qué decir de la falta de transparencia sobre dónde termina todo ese dinero. Si el nuevo comandante interino de la policía, Mirko Sokol, va en serio con combatir la corrupción en su institución, lo primero que debe desaparecer es esta “inspección”. Carece de sentido. 

La llamada requisa no solo nos daña colectivamente en lo económico. Nos daña también en lo moral. Evidencia el profundo deterioro de nuestras instituciones, y en especial de la Policía. 

No es casual que figuras políticas que denuncian estas prácticas reciban tanto apoyo ciudadano: la gente está cansada. 

Gabriela Keseberg Dávalos forma parte de una campaña global que aboga por un proceso más justo, transparente e inclusivo en la elección del Secretario (a) General de la ONU en 2026.

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