Si vengador es quien devuelve un agravio,
ataque u ofensa hecho a alguien que no es uno mismo, debemos convenir que quien
así ejecuta puede perfectamente ser inconsciente de su papel de instrumento de
la Justicia. Terrible paradoja, cuando ese vengador involuntario fue también
agresor y vilipendiador de la víctima.
El destino político de Evo Morales y de Felipe Quispe corrieron parejos en determinado momento histórico. El Mallku enfatizaba siempre su filiación indianista, un movimiento que lo remontaba a la guerra de Julián Apaza en 1781. Su ideología –el tupakatarismo revolucionario– solo tenía sentido en la perspectiva histórica lineal de inscribirse en ese transcurso como su expresión más actual y acabada. Evo Morales nunca circunscribió su pensamiento a ninguna corriente. Es la otra faceta del mundo aymara: el pragmatismo acendrado y oportunista. Coqueteó y articuló con el MNR, el MIR y diversas organizaciones políticas de izquierda-derecha, terminando por aceptar la donación de la personería jurídica del último suspiro del fascismo criollo, el Movimiento al Socialismo Unzaguista, MAS-U.
Evo Morales hubiese asumido cualquier ideología con tal que le sea llave para abrir las puertas del poder. El destino le puso como su mentor a Filemón Escobar. Él le inculcó los principios marxistas. Evo fue mal y desagradecido alumno: Filemón fue despedido vergonzosamente cuando llegó a la presidencia. Pero, qué importaba: la izquierda continental y los nuevos venidos criollos a la política lo rodearon e impulsaron. La otra cara de la política india contemporánea, Felipe Quispe, encerrado en la obsesión del desagravio histórico, no supo articular su movimiento con las corrientes exógenas entonces vigentes. Peor aún, el criollaje boliviano le agarró inquina, declarándolo su enemigo principal.
En la historia de Bolivia, grandes momentos de quiebre solo pueden ser resueltos mediante la acción sincronizada de sus dos importantes componentes: indios y criollos. Empero, para estos, sincronizar implica subordinar y Felipe Quispe les despertaba miedo y recelo. No era el tipo de indio que estaban acostumbrados a alternar. Todo el aparato institucional criollo se comprometió en desacreditar a uno y nutrir al otro. Esto, como era previsible, alimentó aún más la desconfianza de Felipe: q’arax q’arapuniwa, no se cansaba de repetir.
Evo en el poder mostró su talante despótico. Ya no era más el indito sumiso y acomplejado, ahora se hacía atar los cordones de sus zapatos por los q’aras. Arbitrario y dominante, no perdía oportunidad en mostrar su dominio hacia quienes le servían. Esto era, empero, insustancial. Solo exteriorizaciones compensatorias que excitaba en no pocos criollos una sumisión casi masoquista: “Es un animal político”, coreaban extasiados. En tanto, una elite criolla era la que realmente mandaba y dirigía ese “Plurinacional” Estado. Los desfogues del Jefazo no le incomodaban, por el contrario, pues caricaturalmente demostraba que realmente un indio estaba al mando del país.
Esta elite criolla incrustada en la dirección y usufructúo de la economía nacional tuvo el poder real y simbólico del país durante el gobierno de Evo, creando y administrando narraciones maravillosas sobre lo indígena, situadas al margen de los parámetros históricos. Los teóricos e intelectuales que vivieron a costa de esa farsa especulaban sobre la especificidad de los movimientos sociales y la intangibilidad de la “reserva moral de la humanidad”. Por supuesto que esas mentiras no servían para catapultar una descolonización sino para confortar el poder de quienes así fabulaban. En ese esquema, mantener al Jefazo en una jaula de oro y debidamente alimentado en su ego era parte primordial, aunque la menos dificultosa en su engañifa. Pero sucede que Evo Morales no era tonto, solo fingía serlo.
Ha sido necesaria la ruptura interna al MAS y el enfrentamiento entre Luis Arce y Evo Morales para que salga al descubierto el intimo pensamiento evista sobre la calaña de quienes le rodearon. Su vicepresidente, Álvaro García Linera, que utilizó el escudo del EGTK y haber estado bajo las órdenes de Felipe Quispe para incrustarse en el MAS y lograr la vicepresidencia del país, es ahora inculpado por Evo Morales de todos los yerros y fraudes de su Gobierno. El último de ellos, ser responsable de la masacre en el hotel Las Américas el 2009. Evo destapa también la insolvencia de discursos como el suma qamaña, qep naira y otras linduras que solo sirvieron para confortar las ambiciones de quien fue su canciller y actual vicepresidente, David Choquehuanca, señalado ahora como mañoso con única ambición de ser presidente de Bolivia, aunque sea un añito, por lo menos. Cada declaración de Evo Morales hace temblar a sus excolaboradores. Deja sin palabra y empleo a intelectuales e incrustados en medios de comunicación que vaciaron lo mejor de sus energías (aunque seguramente, llenaron bien sus bolsillos) en elaborar y defender ficciones sobre el “proceso de cambio”.
Evo Morales resulta, pues, un vengador de Felipe Quispe. Y como en toda tragicomedia histórica, una vez el honor lavado, se abren nuevos horizontes. El Mallku Felipe Quispe y el expresidente Evo Morales pasan a la historia. La posteridad sabrá cómo juzgarlos. En tanto, quedan como referencia para las nuevas generaciones al dejar caducos los reflejos y manías del pasado. Cada uno de estos aymaras contribuyó, a su modo, en avanzar la historia. En el futuro, concebir que cualquier criollo hablaba en nombre del indio, o lo utilizaba como su marioneta, será dificultoso. Cuando García Linera sufrió el despecho de Morales, corrió presuroso a buscar otro indio al cual “asesorar”, en la ocurrencia el actual presidente del Senado, Andrónico Rodríguez. Mal le fue al exvicepresidente. Solo los fabulistas suelen creer a pies juntillas sus cuentos. Los tiempos cambian y nuevas generaciones, en todos los componentes de este país, deben asumir esos cambios y enfrentar –ojalá esta vez definitivamente– la solución de los males coloniales que aquejan a Bolivia.