Los últimos días a nivel internacional ha sido noticia la XVI Cumbre de los BRICS (acrónimo en referencia a las iniciales de Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica), celebrada en la ciudad rusa de Kazán. El ruido incómodo que se produjo a propósito del acto se debió a una razón más pueril que anecdótica, la marginación de Nicolás Maduro.
El tirano, pensándose fuerte a lado de aquellos a quienes puede considerar sus compañeros de viaje, aterrizó en la exótica ciudad rusa con una comitiva completa a su servicio para asegurarse un sitio privilegiado en el evento de países ‘no alineados’: tres aviones de la aerolínea estatal Conviasa –esposa incluida– a su disposición. El objetivo de semejante despliegue era su blanqueamiento en un contexto en el que su denostada imagen internacional busca sobrevivir tras el fraude electoral perpetrado por su gobierno en julio pasado.
Como antesala orquestada para abonar el terreno días antes de su desembarco, había aterrizado en la misma ciudad Delcy Rodríguez, vicepresidenta de gobierno y una de las operarias más sanguinarias del régimen con la misión de convencer a los miembros de la organización de que Nicolás Maduro es un socio confiable, que la economía venezolana muestra signos de estabilidad y crecimiento, que lo que había ocurrido en julio tras las elecciones era cosa del pasado y que la persecución política registrada a día de hoy como consecuencia de aquel acontecimiento es solo una represalia menor que no amerita mayor discusión.
Para el dictador bolivariano formar parte de la alianza suponía una vía posible para sortear las sanciones internacionales, suscribir acuerdos de financiamiento que pudieran paliar el colapso económico de su país y emanciparse del lastre que arrastra tras su desvergonzado fraude y las consecuencias políticas suscitadas a propósito de ello: el mantra de las sanciones irá in crescendo sobrevolando su cabeza, padecerá las presiones regionales porque la migración no cejará, y su economía penderá de los hilos que se tejen en los sitios que él defenestra –el precio del petróleo lo marca el mercado imperialista–. Atrás quedaron los días de gloria del comandante.
Maduro se había propuesto ingresar por la puerta grande y terminó sucumbiendo en una orfandad desangelada en su viaje de regreso a Caracas. Sin duda, se trata de un golpe duro para el dictador, que consideraba que podía salirse una vez más con la suya en un contexto, más bien, amigable donde la resonancia alrededor de la retórica putinesca cobra especial importancia y es el centro de atención.
La alianza de los BRICS fue concebida en sus inicios (2006) con la idea de que sus miembros fomenten entre si acuerdos económicos y de comercio internacional bajo el paraguas de una estrategia geopolítica: ser un contrapeso frente a un Occidente extenuante representado por el G7, y ser la fuente de referencia de lo que se ha definido como el ‘Sur Global’ para aquellos países que estiman que la actual arquitectura institucional multilateral no les toma en consideración.
Aunque el tufo autocrático se percibió en los pasillos de la Cumbre orquestada por el Kremlin, se caería en error si se pensase que esta organización fue creada con el fin último de representar el anhelo antioccidental de algunos. De Rusia, China e Irán cabe predicar antagonismo a Occidente. En cambio, para otros, como India como potencia al frente del bloque dialogante, se resiste cualquier encajonamiento ‘conmigo o contra mí’. El país del abrazador Narendra Modi es ‘nooccidental’, no ‘antioccidental’.
La autoconfianza puede ser peligrosa cuando no se evalúa posibles daños colaterales, pues quizás lo más duro de canalizar en el fuero interno del dictador caribeño fue el veto tajante y explícito de Brasil a la propuesta de su gobierno para su adhesión a los BRICS. Es probable que, de no haber resultado esta adhesión por otras razones se hubiese contado el resultado como una anécdota más del caudillo a quien los pájaros hablan. Pero el hecho de que fuese el país ‘amigo’ aquel que suplantó sus pretensiones eleva el coste político de sus consecuencias y ratifica el hecho de que el gobierno de Maduro carece de legitimidad incluso entre quienes un día asumieron su defensa.
El aislamiento no es un problema para los dictadores cuando se produce ya sea a través de sanciones internacionales impuestas para frenar su comercio e intercambio, o en su marginación de los grandes eventos de la política internacional y su influencia en ellos. La consecuencia se localiza en el hecho de que Maduro emana hostilidad allí donde va, que no puede ser considerado un referente ideológico (nunca lo fue) ni práctico de una izquierda latinoamericana que busca a ciegas un soporte donde reclinar la cabeza, y que la repulsa que genera es solo una parte sustancial de lo que en fondo representa: uno de los autoritarismos más rancios del continente.
Su soledad se extenderá a lo largo del tiempo de forma indefinida. Maduro fue derrotado en las urnas y, a pesar no existe certeza alguna de lo que pueda ocurrir el 10 de enero, si insiste en asumir una presidencia ilegítima agudizará su persecución, lidiará con una crisis económica afligida por el intervencionismo, aceptando un destino labrado por él mismo y el séquito del hampa latinoamericano: Caracas se parecerá cada vez más a La Habana, a costa de la vida y la supervivencia de los venezolanos.
Mateo Rosales Leygue es consultor político y fundador de Libres en Movimiento.
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