Existen razones fundadas para odiar la Navidad. El recuerdo de una infancia feliz, cada vez más remota, que acompaña la sensación al encontrarse frente al espejo para constatar la inevitable marcha del tiempo. Quizás la frenética exhortación al consumismo salvaje, que agudiza las distancias entre unos y otros, cuando se vuelve el rostro hacia aquellos que no tienen dónde reclinar la cabeza. Sin duda, el sitio de los ausentes, que recuerda a las Navidades pasadas, aquellas en las que el drama de la muerte pertenecía única y exclusivamente a los demás.
Cada Navidad representa el ciclo eterno sobre el cual se funda gran parte de la cultura heredada y de la forma en que nuestro imaginario individual y colectivo ve representado el mundo. A pesar del apabullante ruido y el bucle inagotable de los días, se hace presente el hecho original, la razón por la cual la mitad del mundo busca en esa Noche oscura, con afán y desvelo, el refugio: al otro más cercano.
Se puede renegar indefinidamente de la celebración (del latín celeber, que significa concurrido), esperando que llegue enero apresurado con los buenos presagios, o se puede reformular el sentimiento y la percepción de lo que atañe a la concurrencia que se funde en el primer abrazo al llegar al mundo, más allá de la ofuscación de las luces por doquier y el olor a pino y posada.
Si en todos los rincones se repite con impostada sinceridad que amar es preferible a odiar, quizás no sea una estupidez regresar a la paradoja de la eternidad degradada a historia, de la divinidad encarnada en un muladar que inicia el relato de nuestra cultura. Eso hizo Borges, que no era precisamente un beato de manual: “Dios quiere andar entre los hombres / y nace de una madre, como nacen / los linajes que en polvo se deshacen, / y le será entregado el orbe entero, / aire, agua, pan, mañanas, piedra y lirio. / Pero después la sangre del martirio, / el escarnio, los clavos y el madero”. Al fin y al cabo, poder regresar entraña siempre la gratuita posibilidad de volver a empezar.
Por ello, de todos los motivos para odiar la Navidad, el más constante y recalcitrante en nuestra época es la familia. Lo navideño es análogo a lo familiar, la sintaxis del calor del encuentro alrededor de la hoguera de siempre, la pauta exacta del culmen existencial que expresa el principio y el fin de todo. La familia es el mástil donde se enarbola la humanidad. Han intentado destruirla el Estado a través de su infructuosa ingeniería social y el mercado con sus efímeros delirios de grandeza, ambos fenómenos concluidos en la orfandad. Y, a pesar de todos los embates, la institución familiar persiste y resiste. Siglo tras siglo, diciembre tras diciembre.
Observemos la familia en la que se origina el sentido de la Navidad. Un hombre preocupado y su mujer embarazada se dirigen a la tierra de sus antepasados para cumplir con el dictamen censitario de César Augusto. La ciudad está repleta de gente para el cumplimiento de dicha obligación, por lo que no tienen más remedio que pasar la noche en un establo. José improvisa de matrona y María da a luz en un pesebre. No es como lo habían imaginado. No es como debería nacer el Hijo de Dios, ni siquiera el hombre a partir del cual seguimos contando nuestros años. El muladar está impregnado de los olores que despiden las bestias. Pero el prodigio se cumplió: la estrella, el Niño, los pañales y el pesebre. La vida aflorando en medio de la oscuridad y el desamparo. En esa esperanza reside el verdadero escándalo. Feliz Navidad.