Un fantasma recorre el mundo, el fantasma del neofascismo... o como se le quiera llamar. Comenzamos este artículo parafraseando la histórica frase del Manifiesto Comunista, escrito por Marx y Engels hace más de 200 años, en el que anunciaban el fin de la burguesía para implantar el comunismo. La construcción de una sociedad sin clases, organizada de acuerdo con un principio utópico –”de cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades”–, adoptada por Marx, era vista como la meta hacia la cual avanzar gracias a la revolución y que inspiró numerosas luchas sociales. Ese largo camino hacia la sociedad sin clases ni propiedad privada duró casi dos siglos y tuvo un triste final con la caída del Muro de Berlín en 1989 y el fin de la Guerra Fría. Algún iluso habló del “fin de la historia”, y aquí estamos, en todas partes, buscando preservar la democracia, acabar con la corrupción y dejarles a las nuevas generaciones algo mejor que la vergüenza.
El fracaso del socialismo real dio lugar a la perestroika, encabezada por Gorbachov, que incluía una serie de medidas para democratizar el Estado, acabar con la corrupción que lo ahogaba e introducir elementos de la economía de mercado para superar el estancamiento de la economía planificada. La Unión Soviética, después de las guerras mundiales, y otros países, tras innumerables luchas anticoloniales –muchas de las cuales derivaron en dictaduras y autocracias–. favorecieron el renacimiento de fuerzas conservadoras que hoy protagonizan una de las ofensivas fundamentalistas más poderosas de la historia.
Tras algunos años de hegemonía neoliberal y desarrollo de instituciones democráticas de baja intensidad, hoy la derecha nacionalista y global (parece un contrasentido) se suma a las autocracias de “izquierda” e impulsa la destrucción del ya deteriorado escenario de los derechos humanos. No solo relativizan el concepto de derechos humanos universales como símbolo del progreso y la civilización, sino que están haciendo todo para eliminar las instituciones que debieran protegerlos. Así pues, derechas e izquierdas se amalgaman para poner fin al principal fundamento de la democracia.
Un rasgo distintivo de esta ofensiva es su obsesión por acabar con los derechos de las mujeres. Trump inició su campaña con una bofetada, anunciando, a pesar de estar condenado por abuso sexual, que se sentía digno de gobernar la “democracia más sólida del planeta”. Aunque su gobierno tiene objetivos geopolíticos y económicos muy amplios, que incluyen la lucha contra la población migrante y la guerra comercial, su misoginia y la de sus más estrechos colaboradores son el sello distintivo de su gobierno. Milei es otro exponente de lo que llama una “batalla cultural”, que consiste en poner fin –si de él dependiera– a todas las palabras que representen o evoquen a las mujeres. Por eso llama “mi jefe” a su hermana y prohíbe todo lo que muestre la diferencia sexual como relevante, al punto de querer suprimir la tipificación de feminicidio para igualar el asesinato de mujeres con algo semejante a la muerte en un accidente callejero. En Bolivia, los “mileicitos” y “bukelitos” aspirantes a gobernar quieren aplicar la misma receta antiderechos a título de ahorro fiscal.
Mientras la regresión es evidente y explícita en boca de los candidatos derechistas, que apuntan a un electorado miedoso y conservador influenciado por iglesias pentecostales y de todo tipo, es indignante que los candidatos de la izquierda populista, como Evo Morales –acusado de abuso sexual y conocido por ser un padre irresponsable–, aparezcan declarándose feministas, haciendo escarnio de una lucha histórica que precisamente en su gobierno ha sido degradada.
Lo que es un hecho es que en su gobierno se abrieron las puertas a las iglesias pentecostales, a los grupos del estilo “Con mis hijos no te metas”, seguidores del asesor de Milei, Agustín Laje, y que están presentes en Bolivia gozando de la tolerancia del MAS desde hace mucho tiempo. Un ejemplo es la relación con Ekklesia, a la cabeza del Toto Saucedo, que en 2012 nombró a Evo Morales como “líder de Bolivia” tras una votación realizada entre los fieles. Posteriormente, Saucedo fue determinante en la elaboración de la ley de libertades religiosas. Por otra parte, para las elecciones de 2019 surgieron candidaturas confesionales y “salieron del clóset” varios políticos, como ocurrió antes con la presidenta de la Asamblea Constituyente, Silvia Lazarte, una dirigente de fe cristiana que jugó un papel decisivo en el rechazo de las reivindicaciones feministas y de los grupos LGTB.
Mientras las iglesias cristianas fundamentalistas fueron amigas de Morales, Arce tuvo como su ministro y principal operador del sometimiento de la Justicia a la política a Iván Lima, miembro del Opus Dei y declarado enemigo de los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. Es decir, que durante los gobiernos del MAS se allanaron los obstáculos para la instalación de todos los grupos y sectas religiosas; se nombraron autoridades del Opus Dei al más alto nivel y, mientras despilfarraban el dinero, empedraron el camino para que los fundamentalistas del mercado vuelvan en gloria y majestad y puedan, de paso, acabar con el Estado laico sin que nadie se dé cuenta.
Los fantasmas que hoy nos amenazan no son alucinaciones y tienen más cuerpo que alma. Son pragmáticos y pueden ponerse el cuero de cordero feminista si eso les sirve para ganar una elección.