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En voz alta | 18/12/2023

El derecho a aprobar

Gisela Derpic
Gisela Derpic

Hace pocos días han hecho noticia los reclamos de padres de estudiantes de último año de bachillerato en distintas ciudades del país por la reprobación de sus hijos en alguna asignatura, inviabilizando esto su ansiada “promoción”. El caso suscitado en Tarija bien puede ilustrar en general lo acontecido. Dice El País (07|12|23): “Huelga de hambre en Tarija: Padres exigen aprobar a sus hijos de sexto de secundaria. Nueve estudiantes del Colegio Belgrano reprobaron el año”. No obstante, "por presión social y por humanidad con las madres que se declararon en huelga de hambre se autorizó al director poder cambiar las notas por notas de aprobación”.

Al día siguiente, La Razón amplió detalles del caso: “Las movilizadas acusaron a la profesora de la materia de física; afirman que los ejercicios planteados en el examen no fueron explicados de forma debida. El director del colegio señaló que se les dio tres oportunidades adicionales para dar el examen”.  A estas alturas se sabe que finalmente el director fue inhumano y los pobrecillos y sus familias se quedaron con las ganas de festejar.

Este no es un caso aislado ni nuevo y se presenta también en instituciones de formación “superior”; en especial tratándose de las pruebas de ingreso a las universidades, provocando conflictos de distinta duración y gravedad con los padres de los reprobados. Es pues una problemática compleja de singular relevancia considerando la correlación entre educación y desarrollo integral de la sociedad. Con tal base, se justifica una reflexión pertinente que procure llegar al fondo de la situación.

¿Qué hay por detrás? La metamorfosis del derecho a la educación en el derecho a la aprobación resultado de las políticas oficiales aplicadas en materia de evaluación y promoción, pues es sabido que los niños son promovidos automáticamente y si un maestro reprueba a un adolescente de secundaria es sospechoso de mal desempeño docente, siendo sometido a proceso de corte inquisitorial para demostrar que hizo todo lo posible para evitar que el estudiante repruebe, incluyendo clases extra, tareas y exámenes recuperatorios sin límite, estudio socioeconómico y psicológico de su familia.

Ese profesor es acusado de discriminación, agredido verbalmente cuando no golpeado por el grupo familiar del reprobado, difamado a través de redes sociales y denunciado ante autoridades incluso policiales y judiciales, con grandes probabilidades de no salir airoso y verse obligado a “dar otra oportunidad” (léase: “a aprobar”). Tal contexto ha ido disuadiendo al profesorado de evaluar y calificar objetiva y fundadamente a los estudiantes que no aprenden, para evitarse tales problemas. Siendo así, no hay proceso formativo alguno sino una simulación con un resultado positivo cantado de antemano: la nota de aprobación general, desapareciendo los incentivos a la dedicación al estudio, tomando cuerpo la consigna del menor esfuerzo. En suma: la debacle.

¿Por qué sucedió esto? Pues la respuesta lleva a identificar sin duda alguna a las deficiencias de las políticas internacionales diseñadas e impuestas en los Estados mediante sutiles mecanismos de coerción. Estas políticas que, bajo los principios de equidad e inclusión, proclaman su pretensión de favorecimiento del ejercicio del derecho a la educación por cada vez mayor número de personas, y no sólo obviaron un detalle crucial, sino que lo condenaron: la calidad. Toda política equitativa e inclusiva de educación tendría que asegurar la calidad de su realización y resultados, pues lo contrario la convierte en un burdo maquillaje de cifras que no contribuye a mejorar la realidad, justificador de la “genialidad” de las burocracias de los funcionarios internacionales a cargo, de desconocidos méritos y forma de designación que nunca rinden cuentas de sus gestiones. Al contrario, esta política se convierte en una trampa mortal para los intereses de las personas y de la sociedad, especialmente en contextos de atraso generalizado como Bolivia.

Muchos bachilleres llegan a las universidades con severos déficits en materia de dominio de la lecto escritura, de razonamiento cuantitativo, de pensamiento lógico, de habilidades para la búsqueda, recolección y procesamiento de información elemental, de una estructura básica de datos de partida para el estudio efectivo de nuevos contenidos y su derivación en aprendizaje. Llegan sin hábitos de estudio y trabajo. Peor aún, llegan sin idea de su país y del mundo, de lo que son y quieren ser; sin criterios de diferenciación de lo bueno y lo malo, sin sentido de la responsabilidad y con actitud de víctimas. Como efecto de los antecedentes expuestos en este artículo, también ellos al final de cuentas aprobarán y serán exitosos participantes en cursos de postgrado, otras simulaciones con 100% de titulación. Pocos dejarán de ser desempleados y seguirán simulando estudiar año tras año. Algunos se venderán al poder como siervos y esbirros. Sus cartones, pésima herencia, colgarán empolvados en los muros. El país, al demonio.

Gisela Derpic es abogada.



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