Soy católico y, como tal, creo en un Dios único, arquitecto del universo y responsable de la asombrosa coherencia de este. Creo en Jesucristo, parte suya y presentado a nosotros como su hijo, cuya existencia terrena ha quedado registrada documentalmente.
Empero, el estudio de la historia, y la utilización de métodos científicos para ello, me han permitido ver las cosas sobre la base de evidencias y eso incluye, inevitablemente, a las construcciones que forman parte del desarrollo de los pueblos. Ahí entran, también, las narrativas de las religiones.
En el caso de mi Iglesia, este jueves conmemora Corpus Christie, la fiesta del cuerpo de Cristo y lo que la mayoría sabemos de ella es que sirve para recordar la presencia de Jesús en la hostia consagrada.
Sin entrar en mayores detalles, se trata de una narrativa que surgió alrededor del año 1246, cuando a los fieles católicos les resultaba difícil creer que Dios podía materializarse y seguían sin entender, como hasta ahora, la complejidad de la Santísima Trinidad. Como Dios no tenía forma, lo más sencillo era asociarlo con Jesús, su hijo, que murió crucificado y, tras este suceso, surgió el dogma de la resurrección. Muchas de las dudas podían resolverse con la hostia, la representación del pan que, según los evangelios elegidos en el Concilio de Nicea, Cristo distribuyó entre sus discípulos proclamando que ese era su cuerpo, que iba a ser entregado por nuestros pecados.
En el año señalado, una beata, Juliana de Cordellon, proclamó que tenía visiones en los que la Eucaristía, es decir, la hostia, le pedía que todos los años se celebre una fiesta en su honor. La decisión de hacerlo fue asumida mediante una bula que el Papa Urbano IV promulgó el 8 de septiembre de 1246.
Se trata, entonces, de una construcción social, una narrativa que funcionó tan bien que Corpus Christie se convirtió en una conmemoración universal que se mantiene hasta hoy. En nuestros días incluso cumple función utilitaria, puesto que existen muchas ciudades, particularmente en España, donde se ha convertido en un atractivo turístico.
Y, si lo pensamos bien, llegaremos a la conclusión de que gran parte de lo que conocemos como historia se ha construido no necesariamente sobre la base de lo que realmente ocurrió, sino narrativas convenientes para los poderes de turno. En Bolivia tenemos como gran ejemplo de eso a la Guerra del Pacífico y, en nuestros tiempos, a la estrategia del MAS de convertir el fraude electoral de 2019 en un golpe de Estado.
La verdad, entonces, puede alterarse para los ojos de la mayoría y así se convierte en una “posverdad”, útil para quien la altera. Los intentos de someter o acallar al periodismo son parte de ese propósito. No obstante, la verdad sin “posverdad” no solo es la que publica la prensa sino, también, la que, en su momento, estudiará la historia.
Juan José Toro es premio nacional en historia del periodismo.