En el Bicentenario de la Independencia de Bolivia se ha realzado diferentes facetas de la vida republicana del país que Simón Bolívar se vio obligado a fundar. También yo, hijo adoptivo de esta tierra, he querido honrar esa fecha, junto con Susana Anaya, mediante una reseña panorámica de las fuentes de energía que han sostenido el desarrollo de Bolivia.
Sin embargo, ninguna institución ha aportado tanto, en cantidad y calidad, a la construcción de la identidad boliviana, desde antes de la Independencia, como la Iglesia Católica. Desde luego, el solo resumir ese aporte llevaría un libro y no una columna de opinión. De hecho, gracias a la Conferencia Episcopal y a la Universidad Católica, tenemos no uno, sino dos libros que parcialmente alcanzan ese cometido. El primero, de interés más académico, presenta ocho artículos de investigadores de talla mundial y el segundo, de carácter más divulgativo, contiene ensayos de destacados especialistas.
Cuando se habla del aporte de la Iglesia Católica se piensa instintivamente en dos rubros: la educación y las obras sociales, pero las dos publicaciones muestran una contribución rica, constante y fecunda en diferentes campos del quehacer nacional, bajo el denominador común de la misión. Porque la Iglesia en Bolivia nació misionera y así se mantiene hasta nuestros días.
Como señala Paula Peña en la brillante introducción al segundo volumen (que ya va por la segunda edición), la fundación misma de Bolivia se cimentó en la presencia y ordenamiento territorial de la Iglesia (las parroquias) y el nuevo Estado “convivió” con la institución eclesial consolidada desde la Conquista, mediante la firma de Concordatos que regulan esa relación. Por cierto, la Iglesia sigue siendo la “última playa” de los naufragios del Estado.
En cuanto a la educación, se destaca la presencia de la Iglesia en las ciudades, en todos los niveles; en las periferias, principalmente mediante escuelas de convenio; en el campo y en las tierras de misión. Innumerables profesionales y políticos (buenos y malos) se han formado en entidades educativas católicas y mujeres y varones de las periferias y el campo se han profesionalizado gracias a obras como Fe y Alegría, Escuelas de Cristo y Escuelas Don Bosco, sin olvidar el aporte de la Normal Católica, otra víctima del populismo del triste “Ventenio”. Entre los frutos menos visibles está el rescate y conservación de lenguas y culturas indígenas, un compromiso evangelizador antes que antropológico.
Al rubro de la educación podemos adscribir el aporte a la comunicación social, creando medios con objetivos educativos y sociales, formando comunicadores y defendiendo, hasta con el martirio, la verdad y la democracia en los tiempos tenebrosos.
Las obras sociales de la Iglesia en Bolivia son tantas y tan variadas que prefiero no nombrar ninguna en especial: centros de salud, casas de acogida, asilos para ancianos, atención en general a los últimos de la sociedad, como enfermos, huérfanos, madres solteras y privados de libertad. Un servicio que llega donde no llega aún el Estado y, además, un servicio hecho con amor.
Y no podía faltar la contribución a la cultura, al arte y a la ciencia. Sobre el aporte a la investigación científica escribí en una anterior columna. Por cierto, preocupa el descuido del Estado en el mantenimiento de las riquezas culturales, artísticas y turísticas de los Templos, urbanos y rurales.
Lamentablemente, también esa linda túnica de la Iglesia en Bolivia tiene manchas, fruto de su humanidad y de las fallas de algunos pocos de sus miembros. Pero me parece que para verlas hay que acercarse mucho, porque desde lejos brilla como una preciosa joya de este país bicentenario.
Francesco Zaratti es físico y analista en temas de energía.