Recuerdo ingratos y repetidos episodios en los que sufrí bullying en el colegio o fuera de él. En
ese entonces, cuando al castellano le quedaba algo de dignidad, los psicólogos
lo llamaban “hostigamiento escolar”. La primera vez yo me lo busqué. Sí, lo mío
se explica a través de la victimología: de no haber sido por mi conducta previa,
el acoso no se habría producido y yo me hubiera ahorrado varios dolores de
panza, y visitas a la enfermería.
Lo que inició como una cruzada -cuya bandera llevaba inscrito el ajado símbolo de la justicia-, terminó como una demostración de infame poder infantil. Flanqueada por otras dos alumnas, que luego supe no estaban del todo comprometidas con mi causa, recurrí a la Dirección de la escuela con la siguiente queja: habían admitido en el coro a una compañera pese a no haber asistido al colegio el día de la audición. Mientras que a una de mis escoltas y a mí nos habían enrostrado la misma ausencia como razón para no incluirnos. Ante la justeza de mi denuncia, se realizó un nuevo casting. Esa segunda vez, ninguna de las tres quedamos entre los coristas.
Cuando recuerdo mi entrada al aula al día siguiente, me vuelve la indisposición. Alrededor mío solo había hielo. La consigna era no dirigirme una sola mirada, una sola palabra. Pasé mis recreos conversando con el portero de Primaria. Tenía 9 años. Y por veinte días (que duró el escarmiento) sentí el peso de la desgracia. Fue así que descubrí que la intimidación también podía ser pasiva y que para que haya humillación se necesitan un espíritu prepotente y otro presto a sufrirla.
Luego de eso, padecí otro bullying pero a otro nivel. Los fines de semana en los que mi papá estaba de turno, es decir, tenía nuestra custodia, los compartía con unas vecinas hijas de exiliados, de los cientos que ocupaban ese condominio. Su edad -un par de años mayores- les otorgaba el derecho al abuso. Que se traducía en la imposición de pruebas que yo debía superar, si quería gozar de su amistad. Dentro de esas pruebas, estaba acompañarlas al supermercado a robar jamón y queso. La dinámica era siempre la misma: nos dirigíamos a la sección de fiambres, yo tenía que pedir 200 gramos de jamón y 200 gramos de queso. De ahí paseábamos los pasillos mientras ellas se comían todo (a veces compartían conmigo el botín). Comprábamos un par de chicles para despistar y salíamos. Después de cinco fines de semana metida en el crimen organizado (muy bien organizado) resolví que prefería la soledad a seguir viviendo tardes de ansiedad como las de aquellos sábados. Qué será de ellas. Quizás estén trabajando para López Obrador.
Pienso en esos sucesos (que no se comparan con hostigamientos físicos o psicológicos de otra naturaleza que persisten hasta el suicidio de los hostigados) en los que mi alma se sintió acorralada. Y es ahí que comprendo de dónde viene mi frustración cuando navego por el estridente Twitter. Un campo ideal para ejercer acoso, uno repetitivo e intencional.
Mientras Facebook es una comunidad de aire afable -con rostros retocados pero reconocibles-, Twitter es un terreno baldío que no pretende la construcción de algo común. Que se mantiene como un campo abierto en el que transitan, sin dejar huellas, las más diversas personalidades. Eso sí, siempre bajo un manto intimidante acogido tanto por los lobos alfa (quienes más disfrutan), como por los tímidos masoquistas que sufren las pedanterías muchas veces con honor.
Como en toda relación de abuso, el miedo está ahí, flotando. El miedo a que el tuitero influencer no esté de acuerdo con nuestra posición; el miedo a una respuesta bravucona; el miedo a no tener seguidores de vuelta; y el más angustiante, el miedo a que alguno de los gurús de la red nos deje de seguir. Pareciera que en el fondo nos gusta calibrar nuestra inseguridad, aunque para saber hasta dónde llega, tengamos que manipularla y ponerla en el escaparate. Como cuando bloqueamos a alguien y saboreamos el triunfo (¿de qué? No sé).
Y en esa batalla por alimentar nuestra baja autoestima, nos vemos necesitados de mostrar una fuerza de la que quizás más allá de nuestros dispositivos carecemos, pues hay que ganar un nombre. Recurrimos a la ostentación del ingenio o a la exposición desmedida de conocimientos excelsos sobre un tema (o sobre todos). Y vociferemos (en letras mayúsculas) nuestra opinión, que en el fondo a casi nadie le importa. Siempre buscando la aprobación del resto, aunque no conozcamos a ese resto más que por sus falsos perfiles y aunque ese resto pueda vivir sin nosotros e incluso ni saber que existimos.
Los hay tuiteros valiosos y genuinamente bienintencionados (como los que desean a la comunidad un lindo lunes aun sabiendo que no existen los lindos lunes); quienes comparten algún meme o pensamiento gracioso; o respetuosos con los que se puede mantener una discusión. Pero Twitter está atestado de miembros temerarios (de esos que como carta de presentación ya advierten que no están ahí para hacer amigos); de arrogantes que aguardan –por el bien de los followers- una adhesión clara a sus opiniones; y de falsos poderosos con miles de seguidores que vuelcan a la red, tal vez sin darse cuenta, su amargura por tener que marcar tarjeta en sus oficinas y por no poder disfrutar un fin de semana en Coroico por no tener con quien.
Daniela Murialdo es abogada y escritora