La concomitancia de la pandemia
COVID-19 y la Pascua me inducen a replantear dilemas fundamentales acerca de la
vida, la libertad de disponer de ella y el rumbo de la condición humana. Algunos
de esos dilemas develan dos posiciones ideológicas que esquemáticamente llamaré:
la de “primero está la vida” y la de “que la naturaleza haga su trabajo”.
La primera postura ha sido asumida por las políticas públicas de cuarentena obligatoria y estricta que los gobiernos han adoptado casi unánimemente, con base en un concepto irrelevante tan solo un siglo atrás: la vida del individuo, de cada individuo sin discriminación, es más importante que las libertades individuales y la economía de un país.
En efecto, se ha hecho notar que hace un siglo, durante la pandemia de la influenza “española”, la vida transcurría con toda la normalidad posible. Es cierto que murieron millones de personas, pero el mundo, los países, las economías no se detuvieron. En fin, prevaleció la postura fatalista de “que la naturaleza haga su trabajo”, como suele hacerlo con una gripe común y corriente.
También hoy esa posición tiene sus partidarios, aunque minoritarios y de todos los signos políticos. Puede parecer una postura eugenésica, disfrazada de una extraña “piedad” por las generaciones futuras; sin embargo, tiene cierta justificación si es acompañada por una conducta social higiénica, educada y bien informada. La experiencia del Japón y de los países nórdicos de Europa muestra que allá donde se cultivan esos comportamientos se tiene un escudo inmunológico social que hace superflua la coerción. ¡Cuánta falta hace, en nuestro medio, la educación cívica, higiénica e informativa!
De todos modos, si bien está prevaleciendo la postura de “primero la vida”, el dilema inicial vuelve a presentarse porque, por un lado, el virus sí discrimina: de hecho, sus víctimas preferidas son los ancianos con enfermedades crónicas y los pobres en países carentes de mínimos servicios médicos. De modo que, al margen de las políticas públicas, la naturaleza sigue haciendo su trabajo.
Adicionalmente, el desborde del número de contagiados obliga a los médicos a establecer una jerarquía en la atención a los enfermos. Por ejemplo, para la asignación de los insuficientes ventiladores entran en juego diferentes criterios bioéticos: la gravedad y urgencia, que no siempre coinciden; la probabilidad de sobrevivencia, la edad y la realidad socio- económica del contagiado.
No sin razón, los partidarios de que “la naturaleza haga su trabajo” podrían objetar que los responsables de la salud de un hospital estarían suplantando a la naturaleza, a Dios, en decidir, sin duda con angustia, quiénes tienen más derecho a vivir. Y, sin embargo, leemos -ironías de la vida- de ancianos de 90 y hasta 100 años que han logrado recuperar la salud, mientras que enfermos más jóvenes no lo han logrado.
Ahora bien, si se prioriza la vida hay que ser consecuentes también ante el dilema de salvar al bebé o la madre en un parto de alto riesgo; ante el embrión indeseado que se aferra al vientre materno; ante el enfermo terminal que implora dar fin a su sufrimiento; ante la tentación de la eugenesia; ante la pena de muerte; incluso ante la radicalidad del “amor pascual” de quién valora tanto la vida que está dispuesto a ofrecer la suya por los demás.
En fin, una pregunta sigue flotando en el aire: ¿quién mide el valor de la vida para que los tomadores de decisiones (médicos, jueces, legisladores) definan a quién se debe intentar salvar con prioridad?
La respuesta está, a mi parecer, en la combinación sabia del lema “primero está la vida” con la aceptación humilde de que, llegado el caso, “la naturaleza tenga que hacer su trabajo”.
Francesco Zaratti es físico.