En Bolivia, la formación de profesionales en el área de salud lleva casi la misma edad que el país. Los estudios médicos comenzaron formalmente con la Ley de 9 de enero de 1827, promulgada durante el gobierno del Mariscal Antonio José de Sucre, creándose el Colegio de Ciencias. En virtud de la referida Ley y su decreto reglamentario los estudios médicos se iniciaron en Cochabamba y La Paz. Sin embargo, la Universidad Mayor, Real y Pontificia de San Francisco Xavier de Chuquisaca ya tenía antecedentes en la enseñanza de la medicina desde la época colonial y en 1834 formalizó su Facultad de Medicina mediante la Ley del 28 de octubre bajo el gobierno de Santa Cruz.
En ese entonces, los cursos duraban siete años; se rendían 14 exámenes, uno cada seis meses. Estaban prescritas las disecciones anatómicas y la practica en hospitales. Al concluir el último curso se exigían siete exámenes generales y, como prueba final, una tesis impresa que debía ser sustentada en examen público (Luis Quiroga, 2009). Actualmente, su duración es de seis años; cinco años de carrera universitaria y un año de internado rotatorio, que es la modalidad de graduación. Hoy en día se cuenta con más de una decena de universidades en todo el país, entre públicas y privadas, para este fin.
La medicina es un arte y una ciencia que, podríamos decir, ha sido estudiada y practicada desde siempre. El hito de la civilización guarda relación con la empatía, con la relación humana y con los cuidados.
Se considera que uno de los primeros signos de civilización es el hecho de que un hombre se lastimó y no pudo caminar; los antropólogos mencionan que después se vio al hombre curado y caminando, lo que indica que alguien acudió para ayudarle; en contraste, cuando un animal está lastimado su manada no lo cura, no lo mantiene con alimentos ni agua para sobrevivir, y dependiendo del contexto, puede morir. Por lo tanto, la civilización conectada con la empatía, los cuidados y la relación humana son equiparables a la relación médico-paciente.
Actualmente la medicina sigue teniendo, como preceptos fundamentales, la atención a los pacientes. Sin embargo, se ha dejado de lado el aspecto de la atención al cuidador. En ese sentido, en un sistema donde tenemos médico-paciente, que sería el equivalente a cuidador y persona que recibe el cuidado, tendríamos que estar atentos al estado general, entre ellos el físico y mental de ambos. Hoy en día muchas universidades de Estados Unidos y Europa han creado unidades y se ha puesto mayor atención en lo que se refiere al autocuidado, gestión de emociones y habilidades comunicativas, para quienes serán profesionales de la salud.
Los altos índices de “burnout” o desgaste profesional, profundizados en tiempos de pandemia, han terminado en suicidios y adicciones, afectando al sistema de salud; algunas publicaciones describen que uno de cada dos médicos sufre esta afección, y uno de cada diez tiene formas severas de la afectación que, inclusive, pueden ser irreversibles. En ese sentido, las consecuencias tanto por pérdidas de vida de profesionales y de pacientes, así como por aumento en las malas relaciones médico-paciente, dan lugar a demandas legales, desconfianza y, ante todo, mal estado de salud de las personas.
Por lo tanto, es necesario replantear la formación de profesionales en salud, no solamente en asuntos técnicos, que desde luego son indispensables y tendrían que actualizarse periódicamente, sino, además, en cuanto a relaciones humanas; debe permanecer la exigencia en cuanto al contenido de las asignaturas, tanto en pregrado como en posgrado, y también se debe considerar la situación humana de quienes brindan salud. Si se habla de maltratos de médicos a pacientes, y de pacientes y familiares hacia médicos, es porque, precisamente, son el reflejo de lo que no se ha enseñado y que debería plantearse dentro de la formación de nuevos profesionales. Es necesario dejar atrás la cultura del maltrato, que no debe confundirse con la exigencia que amerita el hecho de salvar vidas.
Si bien los avances respecto a la tecnología y a la inteligencia artificial están inundando al mundo, y nos permiten favorecer la accesibilidad a la salud, la optimización de recursos y las mejoras en las aproximaciones en cuanto a pronósticos asistenciales y epidemiológicos; el conocimiento, la interpretación y la relación de confianza, de mutua escucha y de ayuda entre dos seres humanos, médico y paciente, no podrán ser reemplazados.
Cecilia Vargas es cirujana y docente universitaria.