Brújula Digital|20|01|22|
Once años después del lanzamiento de la primera bomba atómica sobre Japón, Gran Bretaña inauguraba una central eléctrica comercial basada en la energía del átomo. De ese modo, el uranio se incorporaba a las fuentes tradicionales de generación eléctrica (leña, carbón, hidrocarburos, caída de agua). Paralelamente se multiplicaba su uso pacífico en otros sectores (medicina, agricultura, industria, etc.)
La mayoría de los países industrializados optaron por diversificar su generación eléctrica incorporando la energía nuclear en su matriz, para reemplazar el carbón, pero también para sustraerse al chantaje árabe del petróleo. En América Latina, Argentina ha sido pionera en ese campo, generando electricidad nuclear desde el año 1974. Hoy existen en el planeta 443 reactores en operación en 35 países que dan cuenta del 10% de la generación mundial de electricidad.
Para producir electricidad nuclear se requiere tecnología y materia prima, principalmente uranio enriquecido. La primera viene con patentes comerciales y el uranio no es tan escaso en la corteza terrestre como se piensa (de hecho es más abundante que el oro, la plata o el mercurio); sin embargo, enriquecerlo para su uso comercial es laborioso y costoso.
El entusiasmo inicial por la energía del átomo empezó a enfriarse con el primer accidente serio (Mile Island, 1979) y se hizo pedazos con las tragedias de Chernóbil (1986) y Fukushima (2011). De hecho, el talón de Aquiles de las centrales nucleares es la seguridad que, a raíz de esos desastres, ha mejorado enormemente; aunque, al mismo tiempo, la oposición de amplios sectores de la población puso esas plantas en la lista “roja”.
De ese modo, en concomitancia con la crisis climática que lleva a privilegiar el uso de las fuentes renovables de energía, algunos países han emprendido un proceso de cierre de las centrales nucleares, empezando por las más antiguas y obsoletas, para dar paso a plantas de energía renovable.
Paradójicamente, la propia crisis climática ha llevado en los últimos meses a rehabilitar a la energía nuclear, sobre la base de algunos atributos suyos como: la continuidad de generación (24/365), el largo período de operación (hasta 80 años), las mejoras en los sistemas de seguridad y la neutralidad ante el calentamiento global (esas plantas casi no se emiten gases de efecto invernadero).
Por esa razón, la Comisión Europea recientemente ha propuesto poner a la energía nuclear (junto al gas natural) en la lista “verde”, en cuanto necesaria para asegurar la transición energética hacia cero emisiones netas de dióxido de carbono para el año 2045. La reacción de los influyentes partidos “verdes” no se ha hecho esperar y, por ahora, ha logrado frenar esa polémica iniciativa.
En todo caso, ante la constante subida de la boleta de la luz, la actitud de la gente hacia la energía nuclear se ha vuelto más articulada, con menos ideología y más pragmatismo; aunque, al igual que pasa con un régimen populista, incluso sus simpatizantes no la quieren cerca de sus casas.
Flota la pregunta: ¿se puede considerar verde a la energía nuclear solo porque sus centrales tienen larga vida y no emiten gases de efecto invernadero? Al margen del tema seguridad, quedan dos inconvenientes: el elevado consumo de agua dulce y el tratamiento de los desechos nucleares que, por su vida activa centenaria, representan desafíos tecnológicos, logísticos y económicos difíciles de contabilizar.
En fin, en algo se parecen los radicales antinucleares a los radicales antivacunas: suelen mirar solo las debilidades y no los beneficios, a sabiendas de que los segundos son más relevantes que las primeras y que éstas pueden ser mitigadas gracias a la ciencia y la tecnología.
Francesco Zaratti es docente e investigador Emérito en el Laboratorio de Física de la Atmósfera de la UMSA, especialista en hidrocarburos y escritor