No ha muerto un hombre bueno, sino un hombre incómodo, más bien, un hombre que incomoda valga la redundancia. Es decir, ha muerto un cristiano. Sobre la institución viva más antigua de la historia muchos amontonan tantos juicios que pasan por alto su origen en esencia: traer al mundo, como su fundador, no la paz, sino la guerra a golpe de mejilla, no la buena suerte, sino el amor hasta la muerte.
Sin temor a equivocarse se puede sostener que aquella tesis permanece intacta en un mundo definido por la condición humana, salvo algunos, quizás, que se aferran en aquello de “aspirar a las cosas del cielo”, excéntricos como San Francisco de Asís, o Francisco a secas.
Bergoglio ha sido conceptualizado de muchas maneras. Políticos de todos los signos, artistas venidos a menos o tertulianos de serie se han arrogado el derecho de caracterizar a una persona que en el fondo nunca comprendieron, ni a él ni lo que representaba. El Papa de los pobres, como ha sido referido en muchas ocasiones, no es realmente una etiqueta que en el epígrafe resulte “revolucionaria” o ¿acaso el Evangelio no es la Palabra proclamada para la conversión de los ricos?
Eso es lo que hizo Francisco. La pastoral desde la periferia al corazón de Roma –o del mundo–. Entendiendo por periferia no solo al lugar físico, equivalente a la geografía del dolor de las villas miseria, sino al ámbito social y también existencial, ese que se ciñe en las espaldas de aquellos que no tienen dónde reclinar la cabeza.
¿Se puede decir, entonces, que Francisco fue un buen Papa? Por supuesto, logró sacar ampollas a los dos grandes grupos de fariseos de nuestro occidente actual. Unos que hacían proselitismo con la defensa de los inmigrantes y los pobres, aunque lamentasen que nunca aceptase ni bendijera el aborto –a los médicos que lo practican Francisco los llamó sicarios–, y otros que con nostalgia miraban las imágenes de las audiencias de los líderes del wokismo –reduccionismo simplista–, echando de menos la venta de indulgencias y las misas en idiomas que nadie entiende.
Está previsto según su testamento que Francisco sea enterrado en la Basílica Santa María la Mayor, probablemente una de las iglesias más impresionantes de Roma. Hasta entonces miles de fieles se han congregado a la plaza de San Pedro para dar su último adiós.
En el ejercicio caben cientos de imágenes que impactan y conmueven. No es el hálito de solemnidad y fidelidad lo que emerge en los rostros de los arrepentidos al observar la escena, es algo más que no encuentra una explicación material posible. El féretro, el funeral, el cuerpo. Ni el baldaquino modelado por Bernini –uno de los futuros vecinos del Papa Francisco– supone la llama de la capilla ardiente. Quizás sea en la lágrima de la monja desafiante donde reside la emoción de la peregrinación de las ovejas. Y, mientras tanto, los cientos de vaticanistas advenedizos que salen de su refugio hacen sus cábalas para el próximo segador de la viña.
Sin duda, el papado en estos tiempos convulsos no ha de ser tarea fácil. Todo lo contrario. Más allá de esa creencia de que “todo tiempo pasado fue mejor” lo cierto es que la radicalidad, la inestabilidad y la violencia son algunas características con las que se podría definir los tiempos que corren donde unos, con actitud de matones pretenden repartirse el mundo, y otros, con su superioridad moral se empecinan en defender que su ideología es más conveniente que aquello de ganarse el pan con el sudor de la frente.
En esos mares se movió Francisco. Un oleaje que agudizó su condición ya precaria. Solo con un pulmón a pleno rendimiento, el aliento de las fatigas de su tarea se convirtió en el diagnóstico definitivo. Pero así es como mueren los hombres grandes: habiendo consumido la vida en el servicio a una idea más poderosa que nosotros mismos. Para Francisco la idea molestísima, siempre revolucionaria, de la caridad.