El tratamiento y la aprobación en la Cámara de Diputados de una norma que difiere el pago de las obligaciones de prestatarios con el Sistema de Intermediación Financiera (SIF) por concepto de microcréditos y créditos para vivienda social, está en los titulares y en las portadas de los medios. Quienes apoyan la medida, la consideran un alivio temporal para muchas familias que están presionadas por las tendencias inflacionarias y la contracción general de la actividad económica, que ha menguado sus ingresos. Quienes se oponen, recurren a los viejos fantasmas que protegen al sistema financiero: “si los prestatarios dejan de pagar sus deudas, los bancos no tendrán recursos para otorgar nuevos créditos, con lo que se frenarán las ruedas sobre las que marcha la economía”.
El propósito de esta nota es recordar que hace 15 años, primero, alerté sobre la gestación de las condiciones que hoy se considera como una crisis; y, segundo, que el sistema financiero es tan o más responsable que el gobierno, en haber creado la incubadora para gestarla.
Desde 2011, en varias notas en Página Siete, apunté que “el crédito bancario, adecuadamente canalizado a la economía productiva (real), hace crecer el PIB porque crea valor, promueve nuevas transacciones y genera nuevos ingresos, impactando positivamente en el empleo sin aumentar el nivel total de deuda. Por ello, hay una relación directa y multiplicadora entre el crédito productivo, y el crecimiento económico. En estas condiciones, que primaron a lo largo del capitalismo industrial (post Segunda Guerra Mundial), la economía dirigió al sector financiero. Por el contrario, el financiamiento dirigido a sectores o actividades que generan rentas y activos financieros (bienes raíces, proyectos inmobiliarios, comercio y servicios no productivos), en general, aumenta el nivel total de la deuda, pero, como no crean nuevo valor, compromete los ingresos futuros, y su aporte al crecimiento es menor que el de la economía productiva. En 2013 aumentar el PIB de la construcción en una unidad, demandó 3 veces el monto en crédito. En estas condiciones, que son típicas de la llamada “financiarización”, el sector financiero controla a la economía.”
Desde 2006, y especialmente con la Ley 393 de Servicios Financieros de 2013, Bolivia configuró un SIF que consolida el segundo escenario. Así, los ingresos financieros y operativos del SIF, unos 4.000 millones de dólares anuales (que se tradujeron en unos 400 millones de dólares de utilidad en 2024), se originan en el costo del crédito que asumen los prestatarios (los intereses que pagan); es decir, los ingresos del sistema financiero reducen la capacidad de consumo de los actores económicos.
La crisis actual muestra la sobreconcentración del crédito en construcción, servicios inmobiliarios y consumo, características que, como mostró la gran crisis financiera de 2008, generan inestabilidad, desequilibrios (“burbujas”) y alto endeudamiento de los hogares; reduce el crecimiento al reducir el crédito productivo o, por orientar la demanda a las importaciones; y aumenta la desigualdad al transferir recursos de los productores a una intermediación financiera rentista, que no agrega valor.
En relación al microcrédito, hay también mucho que recordar de lo dicho desde 1990. Primero, las “ocupaciones” que genera –no califican como “empleos” dados los altos grados de precariedad, son de baja productividad con ingresos que, en su mayoría, apenas permiten superar la línea de pobreza; cierto, han surgido algunos “mayoristas” que acumulan gran riqueza, pero no son la regla.
Segundo, el microcrédito ofrece el espejismo de que se puede convivir con el extractivismo. Bajo el eufemismo de “emprendedurismo”, justifica la autoexplotación laboral porque no todos tenemos las destrezas, habilidades o vocación para ser empresarios (o músicos, poetas o futbolistas), realidad que no cambiará así todos hagamos posgrados en emprededurismo. En este ámbito, hay que reconocer la genialidad del Banco Mundial para vender la idea del emprendedurismo, con lo que ha convencido a la gente que es mejor que cada uno fabrique sus propios alfileres, en lugar de seguir la idea de Adam Smith respecto a las ventajas de la división del trabajo y comprar esos alfileres a los que saben producirlos. Según este paradigma del BM, no es culpa del sistema que nuestros hijos no tengan trabajo, sino su incapacidad de producir suficientes alfileres y venderlos para pagar sus créditos al banco.
Y, tercero, bajo el concepto de que el capital es el factor determinante de la dinámica económica, el microcrédito no solo se vende como respuesta perfecta para el desarrollo de los emprendimientos, sino que los bancos ya tienen en este segmento una de las mayores fuentes de rentabilidad: hacia el 2016, mostré que los bancos concentraban en el microcrédito casi 40% de su cartera de créditos productivos y que los microcréditos para capital de inversión eran superiores a los créditos para la gran empresa. De ahí que alertamos que el incremento anual de la cartera global superaba desde 2014 el incremento anual del PIB no extractivo: era una luz roja, porque la deuda crecía más rápido que los ingresos, pero todos optaron por seguir la fiesta.
En consecuencia, la crisis no puede sorprender ni al gobierno ni al sistema financiero. Ambos la cultivaron. Es más, como el gobierno repite con frecuencia, gracias a haber aplicado estas políticas el SIF ha crecido a una tasa casi cuatro veces superior a la del conjunto de la economía, sus utilidades aumentaron entre 20 y 30 veces más que las que tuvo entre 1985 y 2005 y su patrimonio, que en 2008 era el doble de los desembolsos anuales en bonos sociales, en 2024 fue cinco veces más a pesar que el pago de bonos se había triplicado (de 230 millones de dólares en 2007 a 700 en 2024).
La realidad es que el financiamiento está lejos de ser la mayor restricción al emprendimiento: el financiamiento útil (no especulativo) sigue al emprendedor, nunca lo convierte en uno. El emprendedurismo verdadero es el atrevimiento guiado por la intuición (no por el financiamiento) y alimentado por un contexto promotor de las iniciativas; para que prospere se requiere de parte del Estado una clara y efectiva estrategia de diversificación productiva que promueva iniciativas individuales y colectivas e incluya una adecuada regulación del rol del capital y del SIF como actor interesado directo.
Para marchar en esa dirección, partamos por romper un par de mitos y eliminar los fantasmas que los cuidan. Primero, los bancos “no prestan el dinero de sus depositantes”: crean nuevo dinero con cada préstamo que otorgan, simplemente acreditando el monto en la cuenta del deudor. Por esta capacidad, crean mucho más dinero que los billetes que “imprime” el Banco Central.
Segundo, las enormes e inéditas utilidades del sector financiero se originan en que el Estado (vía la ASFI) permite un “spread” –la diferencia entre la tasa de interés que el banco cobra por un préstamo y la que paga por un depósito– muy superior al que correspondería al riesgo que asume. Esta ha sido la genialidad del matemático exvicepresidente a quien no le importaba que los bancos ganaran en tanto “el gobierno participe de las utilidades”. Con tal estrategia, los prestatarios quedan como palos de gallinero y se quita a la sociedad unos 4.000 millones de dólares anuales de capacidad de consumo… que pasan a ser los ingresos financieros y operativos del SIF.
En síntesis, si se busca una correlación positiva entre la cartera de créditos vigentes que en 2023 era del orden de los 30.000 millones de dólares, y el crecimiento de la economía real, no existe. Diferir pagos por microcrédito y por créditos de vivienda social (hasta 160.000 dólares, para “pobres” ricos) por seis meses no tendría mayor consecuencia para los bancos dado el colchón acumulado, pero el llegar a considerar el diferimiento es el resultado de las políticas extraviadas de las que, hasta hoy, se ufana el gobierno y de las que los bancos se beneficiaron grandemente.
Enrique Velazco Reckling, PhD, es investigador en desarrollo productivo.