La reciente decisión de Estados Unidos de incluir a Bolivia entre los cinco países que “han fallado demostrablemente” en el cumplimiento de sus compromisos internacionales de lucha contra las drogas ilícitas ha tenido un fuerte impacto mediático y político en el país. No obstante, conviene subrayar que la llamada “descertificación” no significa la suspensión de toda cooperación; por el contrario, el propio informe presentado al Congreso estadounidense señala que Bolivia continuará recibiendo asistencia en esta materia por ser considerada vital para los intereses de Washington. Sin embargo, la advertencia es clara, el país no puede seguir mostrando debilidades en el control migratorio y policial, ni convertirse en refugio de cabecillas del crimen organizado.
Los recientes casos de la presencia en Santa Cruz de jefes vinculados al Primer Comando Capital de Brasil (PCC) –Marcos Roberto de Almeida, alias Tuta; Sebastián Marset y Luiz de Freitas Filho, alias Mijão– han rebasado el umbral de la tolerancia. Se trató de episodios que desnudaron un trabajo policial desprolijo, cuando no complaciente, y que dañaron severamente la imagen internacional de Bolivia.
Al analizar el informe con detenimiento, se advierte que Estados Unidos reconoce los esfuerzos bolivianos por incrementar incautaciones de cocaína y colaborar en procesos judiciales, como el caso del exjefe antidrogas Maximiliano Dávila. No todo es un cuadro negativo. Sin embargo, la suma de falencias –expansión del cultivo de coca por encima de los límites legales, control insuficiente en áreas protegidas y penetración del narcotráfico en el aparato institucional– inclina la balanza hacia la censura.
En el último reporte de la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), Bolivia registró más de 31.000 hectáreas de coca en 2023, lejos todavía de los récords históricos de los años 80 y 90, cuando el país se aproximó a las 50.000, pero claramente por encima de las 22.000 autorizadas por la Ley General de la Coca.
La comparación con otros países ilustra mejor la naturaleza del señalamiento. En el caso de Colombia, Washington apuntó a un crecimiento récord en los cultivos y a una producción desbordada de cocaína, cuestionando directamente el liderazgo político del presidente Gustavo Petro. Con Venezuela, la acusación es aún más frontal. Estados Unidos considera al régimen de Nicolás Maduro como parte de una red criminal transnacional y ratifica su objetivo de llevar al mandatario ante la justicia. Bolivia se ubica en un nivel menor de censura. Es reconocida por algunos avances, pero advertida con severidad de que puede convertirse en un santuario para organizaciones criminales si no refuerza su institucionalidad.
La relación bilateral con Estados Unidos ha estado marcada por tensiones desde la expulsión del embajador Philip Goldberg en 2008 y la aparente salida de la DEA. A pesar de la existencia de un Convenio Marco de Relaciones Bilaterales firmado en 2011, los mecanismos de cooperación apenas fueron activados y pronto quedaron en el olvido. Hoy, ante un escenario global en el que el aislamiento no es opción, mejorar la relación con Washington pasa inevitablemente por ordenar la agenda antidrogas y darle credibilidad internacional.
Más allá de los discursos soberanistas, Bolivia necesita asumir que la lucha contra el narcotráfico no puede reducirse a un conteo de hectáreas erradicadas. El verdadero reto es garantizar que el país no sea base de operaciones para cárteles regionales, ni territorio donde líderes criminales encuentren refugio. Para ello se requieren instituciones transparentes, controles migratorios estrictos y una policía profesional. También se precisa, en el plano diplomático, una estrategia de Estado que combine firmeza en la defensa de la identidad cultural de la hoja de coca, pero con responsabilidad internacional compartida frente al desvío ilícito.
La descertificación debe entenderse, entonces, como un campanazo de alerta, como un llamado a reencauzar con urgencia la política antidrogas y a reconstruir la confianza en la relación bilateral. Si se responde con negación o victimismo, Bolivia quedará atrapada en la narrativa del fracaso. Si, en cambio, se asume el desafío con pragmatismo, el país podrá no solo restablecer la normalidad diplomática con Estados Unidos, sino también abrir espacios de cooperación económica, tecnológica y judicial que hoy resultan imprescindibles.
En definitiva, lo que está en juego no es únicamente el futuro de la política antidrogas, sino la imagen de Bolivia como actor responsable en la comunidad internacional. Esa credibilidad, que se construye lentamente y puede perderse de un día para otro, será clave para definir la posición del país en un mundo cada vez más exigente y múltiplex.
Javier Viscarra es diplomático y periodista.