Si la Guerra del Pacífico fue el hito que
dejó más secuelas en los primeros 100 años de Bolivia, la del Chaco fue el
indudable parteaguas del segundo centenario.
La importancia de aquella conflagración bélica radica en que fue la primera vez, desde las incursiones de las expediciones de andinos a los llanos de Mojos, que los bolivianos convergieron en un solo punto, las arenas del Chaco, y se reconocieron como hijos de la misma Patria, sometidos a las inclemencias del calor y la sed. Aquella guerra, entonces, fue el crisol en el que se fundió la bolivianidad. Lástima que haya sido con el altísimo costo de miles de vidas ofrendadas en el altar que desdeñaron los políticos, los mismos que también trazarían los límites de sus diferencias ideológicas a partir de entonces.
Pero la base de la economía boliviana seguía siendo la minería y su oprobioso extractivismo. Después de siglos de predominio de la plata, las guerras mundiales motivaron la elevación del estaño a los corredores del mercado internacional… y aparecieron los capos de ese negocio, los barones a los que se quitaría sus minas con la Revolución Nacional.
Los vientos de cambio duraron poco. El espíritu combativo del Movimiento Nacionalista Revolucionario se acabó pronto y el partido de la reforma agraria y el voto universal viraría hacia el liberalismo.
Contrariamente a lo que muchos creen, por la prédica machacona del MAS, el partido más exitoso en la historia de Bolivia es el MNR porque ganó elecciones con votaciones superiores al 80 por ciento. Que si las ganaron con fraude o no es algo que deben responder quienes aprendieron a manejar los secretos del padrón electoral.
Lo que cambió, cuando menos se esperaba, fue la base económica. En 1980, Luis García Meza depuso a su prima, la primera presidenta de nuestra historia, y le abrió las puertas al narcotráfico de par en par.
El escándalo del “narco-Estado” determinó la rápida caída del régimen. El gobierno que juró quedarse 20 años en el poder se fue más temprano que tarde, pero se quedó su base económica. El 5 de septiembre de 1986, cuando Víctor Paz Estenssoro ejercía su cuarto gobierno, Noel Kempff Mercado, Juan Cochamanidis y Franklin Parada fueron asesinados tras haber descubierto accidentalmente una fábrica de cocaína en Huanchaca, al norte de San Ignacio de Velasco. El evidente proteccionismo de ese gobierno y el posterior asesinato del diputado Edmundo Salazar confirmaron el secreto a voces: el narcotráfico había penetrado la política boliviana.
Lo demás vino por inercia. Cientos de los mineros “relocalizados” por Paz Estenssoro se fueron al Chapare y prontito aprendieron el negocio: sembrar coca que los narcos compraban al precio que sea.
Ahora, el Chapare es un súper Estado al que nadie puede ingresar sin el estricto control de los cocaleros, que son los que, directa e indirectamente, mandan en Bolivia. Y ese es el cambio más visible de nuestro país en su bicentenario: la economía pasó de la minería al narcotráfico.
Juan José Toro es Premio Nacional en Historia del Periodismo