Las llamadas jornadas cívicas tienden a
ser pacíficas en Bolivia; es uno de los lujos democráticos de que gozamos. De
esta constatación se podría inferir que en Bolivia prima el civismo, definido,
por ejemplo, como: “comportamiento respetuoso del ciudadano con las normas de
convivencia pública” (DRAE). Son virtudes edificantes y ojalá las tuviéramos en
plenitud, pero algunos episodios pasados y recientes me hacen dudar. Veamos
ejemplos.
Durante la pandemia, los masistas, por joder a Jeanine Áñez, sabotearon las medidas de protección: aislamiento, uso de barbijos y vacunas. Llegaron a agredir a enfermeras y atacar ambulancias, además de hacer circular rumores poniendo en duda que existiera la enfermedad. Ellos y los negacionistas encontraron en sus intereses políticos y supersticiones suficiente asidero para oponerse activamente a los esfuerzos de la autoridad competente y de la colectividad.
Algo similar sucedió cuando tres comedidos, opuestos a acciones del Gobierno que buscaba nuevos créditos para el país, cruzaron fronteras para evitarlo. Sobre esto ya se ha escrito bastante, pero rescato el hecho de que esos señores consideraron que su propia opinión bastaba, no para decir lo que es mejor para el país –derecho que todos tenemos– sino para arrogarse la representación nacional para hacer como hicieron.
Un tercer caso es el reciente censo nacional, esfuerzo ampliamente debatido y demandado, que, por su naturaleza, recae sobre los hombros del Gobierno, del diseño a la implementación. Que el encargado sea este que hoy tenemos, hace que una parte de la población le encuentre a nuestra sopa más pelos de las que tiene. Así, algunas personas, entre ellos un par de connotados periodistas, decidieron oponerse al censo e instigar a la población a que lo sabotearan. Un irresponsable con micrófono es peor que mono con gillette.
Evidentemente, en democracia debe haber libertad de pensamiento y expresión, y por tanto todos tienen derecho a pensar lo que quieran del presidente Luis Arce, de las vacunas, de los créditos, de los censos, del arquero de la selección y de todas las cuestiones nacionales por las que se preocupan. Pero hay una gran distancia entre la libertad de pensar y decir y la de sabotear un esfuerzo colectivo o instigar a hacerlo.
Algo similar, mutatis mutandis, se puede decir de los que eligen qué leyes quieren cumplir, ya sea porque no son de su conveniencia o porque las ha aprobado un Parlamento donde no se sienten representados. La ley también es un bien común.
Aquí interviene la compleja relación entre la libertad individual de pensamiento y acción, y el bien común. Vivimos en tiempos en que, en estos dilemas, el valor de lo colectivo está en bajada y la libertad del individuo, concebido como una entidad independiente de la colectividad, está de subida. Hoy, la soberbia del individuo que defiende la propiedad de su nariz y su derecho de seguirla se siente reivindicada por la incompetencia de nuestro Gobierno.
Lo que está en juego en estas situaciones es una cuestión de pertenencia al ser colectivo llamado nación boliviana. “Ser” es sustantivo y es verbo, y es aquí la palabra apropiada porque Bolivia es un sujeto en evolución. Bolivia no es solo el suelo donde vivimos, el pasaporte que usamos, la selección por la que hacemos barra. Bolivia es un proyecto colectivo que persigue un destino común, mal definido e inalcanzable, pero indivisible.
A este destino colectivo estamos atados todos, pero no faltan quienes, a la primera desavenencia, huyen a sus rincones a agitar sus banderitas, como si la patria fuese fraccionable y cada uno pudiese excluirse de la mayoría y definir la suya.
El camino que tome el país será uno hoy y otro mañana. La ruta será siempre accidentada, impredecible, muchas veces frustrante –somos todavía un experimento político que no ha llegado al asfalto– pero en democracia esa ruta será siempre dictada por la voluntad mayoritaria. Ahora es la de unos sujetos que, antes excluidos, les ha tocado el turno de probar sus armas. El ejemplo que dejaron los anteriores no es impecable, ni mucho menos.
En democracia hay un sentido profundo de respeto a la voluntad colectiva, por más distinta que sea de la nuestra. En ir a votar está implícita la aceptación del resultado y que la voluntad popular expresada en la votación es la que regirá los destinos del país durante los siguientes años. En contrapartida, el ganador de las elecciones se compromete a gobernar respetando la ley y velando por el bien y la unidad de todos los bolivianos.
Esta reflexión no sería ecuánime si no mencionara que, esta vez, los primeros en violar este pacto implícito han sido los actuales gobernantes, quienes en lugar de unirnos, han ahondado la división; en lugar de gobernar para todos, gobiernan por y para un partido; en lugar de poner todo su esfuerzo en buscar el desarrollo nacional, dedican una parte significativa de su tiempo y energía a peleas intestinas que de nada sirven a ese objetivo. El costo reputacional resultante mina su capacidad de acción.
Bolivia pasa por una mala hora, pero debemos mantener la fe en los bolivianos y en esta tierra que “con sus hierbas nos cautiva”, tenemos que trabajar por ella donde haya espacio para hacerlo; nunca en contra.