Dos escenas recientes de la política boliviana –tan disímiles y, sin embargo, tan hermanadas en el absurdo– bastarían para justificar la exhumación simbólica de Hugo Banzer Suárez. No por nostalgia, claro está, sino por el estruendo que debe estar provocando desde el más allá, al ver en qué se ha convertido aquel partido que fundó.
El general, que fue presidente de facto entre 1971 y 1978 y luego resurgió democráticamente con Acción Democrática Nacionalista (ADN) en 1979, hoy no reconocería a su criatura. Banzer supo tejer pactos, ceder el poder en 1985 a Víctor Paz Estenssoro pese a haber ganado las elecciones, ungir presidente a Jaime Paz en 1989 y, finalmente, regresar a la presidencia en 1997. Fue un actor gravitante. Hoy, su partido es apenas una caricatura de su sombra.
Así quedó claro en una entrevista de la
periodista Jimena Antelo con el actual jefe de ADN y su candidato presidencial.
Con una mezcla de desparpajo y desatino, el postulante admitió que le pidieron
siete millones de bolivianos para encabezar la fórmula. Con la misma soltura,
añadió que tenía previsto gastar ocho millones más en campaña. Y todo para
terminar siendo inhabilitado por el TSE.
Cuando Antelo, inclemente, preguntó si semejante inversión buscaba ser
recuperada, el jefe del partido osciló entre el silencio y el tartamudeo. Había
confesado, sin rubor, el precio de una sigla. Fue un verdadero striptease de la
política, como atinó a calificarlo la propia entrevistadora.
Así se remata la historia de un partido que alguna vez fue eje de la democracia pactada. ADN, antes pilar del sistema, hoy es puesto en remate con factura en mano. Una “inversión”, dijo el jefe adenista, como si comprar una sigla fuera lo mismo que montar una farmacia o importar electrodomésticos.
Pero si en lo doméstico la política se arrastra, en lo internacional se enreda. La semana pasada, el MAS presentó su plan de gobierno, y en el capítulo de política exterior propuso un “profundo estudio” del Tratado de 1904 con Chile. No hizo falta decir más. Las alarmas diplomáticas se encendieron, aunque apenas con resignado estupor, como si a estas alturas todo fuera tolerable.
La propuesta, vaga pero inquietante, insinúa una posible revisión del tratado que definió –hace más de un siglo– la cesión del litoral boliviano a Chile. Peor aún, sugiere dudas sobre la soberanía de las islas entre los paralelos 23° y 24°, cuya cesión fue confirmada por el acta protocolizada Gutiérrez-Bello de noviembre de 1904. Revisar aquello, tras casi dos décadas de gobierno del MAS, revela ignorancia o mala fe. Y ambas son letales en política exterior.
Volver a tribunales internacionales con argumentos tan endebles sería no solo jurídicamente improcedente, sino diplomáticamente desastroso. La Convención de Viena, en su artículo 31.3.a, es clara sobre el valor de los acuerdos interpretativos. Y a eso se suma la aquiescencia, con más de un siglo sin reclamos y la ocupación efectiva de esas islas por Chile, con muelles, aeródromo y población estable. ¿Llevar de nuevo a Chile a tribunales de justicia con semejante bagaje? Más que temerario, sería inútil.
Bolivia no necesita más gestos vacíos disfrazados de épica. Requiere, con urgencia, una estrategia marítima lúcida, profesional y posible. Con Chile se deben abordar los temas postergados; la gestión compartida de recursos hídricos, el acceso real a puertos, la articulación logística y comercial con el Pacífico. El derecho al mar forma parte del alma nacional, pero también debe ser parte de una diplomacia que piense más allá del aplauso momentáneo.
La Corte Internacional de Justicia nunca negó esa aspiración. Solo concluyó que Chile no está obligado a negociar. Pero en el mismo fallo, –y no por cortesía– alentó a ambas partes a mantener un espíritu de buena vecindad y continuar conversaciones significativas. Esa línea sutil es la que debería guiar el camino. No la estridencia sin propósito.
El remate de partidos y los amagues patrioteros es teatro menor. Pero no por menor, menos costoso. Porque mientras la política se vulgariza y la diplomacia se banaliza, el país pierde tiempo, seriedad y rumbo. Y Banzer, desde su mausoleo, probablemente no revire, quizás solo sacuda la cabeza, hastiado, y vuelva a cerrar los ojos.