Es notable cómo un gobierno atosigado de problemas puede todavía derivar la atención y energía del país a disputar si la irregular movilización militar del 26 de junio fue digitada por las propias autoridades o se originó en el descabellado plan de un puñado de oficiales guiados por una delirante mente maestra.
Si el hecho no alcanza la categoría de un golpe de Estado, llamarlo “autogolpe”, es un error igual de serio o una estafa intelectual porque los autogolpes sirven para cerrar, acallar o maniatar al Legislativo, a otro poder del Estado, o a todos.
Lo del Legislativo y Judicial es una meta ya conseguida por el equipo del Sr. Arce Catacora que, con apenas un tercio de parlamentarios y la cooperación de un negligente y escurridizo presidente de la Asamblea, han congelado el funcionamiento de una de las cámaras, impiden la fiscalización de los ministros, en tanto que el Ejecutivo archiva –sin siquiera tomarse el trabajo de vetarlas–leyes aprobadas por más de dos tercios de la Asamblea Legislativa. Puede hacerlo al ejercer el control de la casi totalidad de los aparatos estatales, incluyendo al Judicial (mientras prepara las condiciones para someter al Órgano Electoral).
La neutralización del Legislativo mediante la manipulación del aparato judicial configura el autogolpe que ya ocurrió y que Morales Ayma y la oposición política tratan de descubrir con microscopio para denunciarlo como supuesto objetivo de la movilización militar del miércoles 26. La hipocresía de este enfoque compite con la del oficialismo que intenta vender la leyenda de que ese día defendió la democracia.
¿A que democracia se refiere? ¿A la que les permite anular al Legislativo y desconocer leyes aprobadas? ¿Al consorcio entre el Gobierno y un Tribunal Constitucional (TCP) mercenario y corrupto, compuesto por jueces cuyo mandato ha fenecido? ¿Al sistema en que libertades, derechos y garantías quedan subordinados a jueces y fiscales con licencia para delinquir y asociarse con criminales, a cambio de hostigar a los oponentes o críticos?
Se entiende que al grupo de Morales Ayma no le interese ventilar prácticas que cultivó durante sus catorce años de reinado. Es más difícil entenderlo en la llamada oposición, incongruente en la defensa de la Constitución, porque insiste en engañarse, caracterizándola como una criatura masista.
Un análisis integral permite ver que la aventura militar es manifestación de un peculiar tipo de Estado excepción, basado e impulsor de una creciente autonomía relativa de aparatos estatales.
En sus seno, y gracias al descontrol que produce la pelea interna del MAS, se gestó el episodio del 26 de junio, que trató de usarlo en su favor.
De
allí las dudas ante las escenas del usualmente timorato presidente, súbitamente
brioso y bravío, increpando al díscolo general y haciéndolo retroceder,
esgrimiendo el bastón de mando, cual crucifijo para exorcizar demonios. O la
del ministro de Gobierno, acosando al jefe insubordinado. Y, como clímax, la
cinematográfica presencia del presi y su vice, arengando desde el balcón a un
grupo de seguidores generosamente dotado de idénticas banderitas nacionales y
wiphalas.
Eso, y el prolongado y cercano vínculo del presidente con el comandante sublevado no deben hacer olvidar las relaciones entre cúpula militar, rutinarias desde los partidos de fiulbito entre gobernantes del “acuerdo patriótico” y generales, hasta todos los privilegios, prodigados por Morales Ayma y este gobierno. La insubordinación escenificada en la plaza Murillo permite ver que no alcanzaron a neutralizar la frustración del corporativismo militar por los juicios contra sus camaradas acusados en 2019, sin mayores pruebas, de ejecutar un fantasmal golpe.
Los hechos del 26 de junio son también consecuencia de la continua manipulación de ascensos y destinos militares, que confluye con la imposición de un grupo de marionetas judiciales que se ha colocado por encima de la Constitución, a la que entierra con sentencias inapelables. No en vano, la opereta protagonizada por el comandante general, comienza con su anuncio de hacer cumplir la arbitraria decisión del TCP de proscribir a Morales Ayma, ofreciéndose como policía sustituto, que lo arrestaría si se atreviera a tratar de inscribir su candidatura.
Todo esto marca la necesidad de despejar la confusión que deja una intervención armada atolondrada y atípica, sin sacrificar la trama de fondo que la hizo posible.
Tal meta no será posible si el Legislativo no funciona y fiscaliza; si la movilización democrática de la sociedad no hace conscientemente suyo el objetivo de destituir a los autoprorrogados, como actores clave del desmantelamiento democrático e institucional. Y, desde luego, sin estas condiciones tampoco será posible realizar elecciones que remplacen a los magistrados peones ni, el año próximo, elecciones generales confiables.