Una de las primeras informaciones que se confirma cuando se entra en contacto con responsables políticos a nivel internacional es la falta de conocimiento que la mayoría tiene acerca de la situación política de Bolivia, su realidad, y las consecuencias que padecen sus ciudadanos. En cierta medida, esto se debe a que Bolivia no acaba por sucumbir en los devaneos más tiránicos que otros autoritarismos de la región ejecutan y agudizan con el paso del tiempo, lo que opaca, de cierta manera, las tensiones que emergen de la terrible situación que adolecen los más de 250 presos políticos, la crisis económica y el enfrentamiento social que ha impuesto el Movimiento al Socialismo (MAS) desde 2006 como eje de conducción de un proyecto hoy en decadencia.
Otro de los factores que refuerzan el argumento de la irrelevancia de Bolivia en el plano internacional o la insuficiente atención prestada en parangón con otros casos es que, en términos económicos, sigue siendo un ‘país pequeño’ –en Sudamérica solo por encima de Paraguay–. No obstante, aunque Bolivia es todavía una economía emergente, esto no ha sido óbice para que el país sea un enclave estratégico del proyecto del Socialismo del Siglo XXI que perdura hasta ahora. Ahí se encuentra el asidero ideológico de una autocracia construida a partir de la deriva hegemónica. Esa idea gramsciana de la política: “la guerra de posiciones, en política, es el concepto de hegemonía, que sólo puede nacer después del advenimiento de ciertas premisas, a saber, las grandes organizaciones populares de tipo moderno, que representan como las ‘trincheras’ y las fortificaciones permanentes de la guerra de posiciones”. En efecto, la crisis emerge de esas trincheras a las que el MAS nos ha tenido acostumbrados todos estos años.
El Senado de España aprobó hace poco una iniciativa que condena la persecución política del MAS, su autoritarismo y la existencia de presos políticos en el país, carentes de todas las garantías procesales y constitucionales que una democracia reconocería. El hecho trasciende toda vez que imprime con contundencia una realidad desconocida o antagónica al discurso generalizado por el lobby internacional desplegado por Evo Morales desde que asumiera el poder.
Hay dos elementos fácilmente reconocibles en los intercambios que se recogen de la interlocución con organizaciones y representantes políticos a nivel internacional. No hay una ideología que haya hecho más daño a Bolivia y a los pueblos indígenas las últimas décadas que el indigenismo. Un paraguas en el que, aunque vacío, caben muchas cosas –no ideas–, todas con un componente sine qua non: el odio al pasado y al presente como categoría condicionante de las relaciones entre los individuos y de ellos frente al poder. Una especie de coctel molotov de raza, identidad y exclusión. La bandera definitiva sobre la cual Evo se empeñó en favorecer su reconocimiento ficticio de tal condición frente a su irremediable realidad: la de un mestizo cocalero cualquiera. Su pupilo imita a la perfección este mejunje. Por ello, hay que acabar con un mito que también se evidencia más allá de nuestras fronteras y que lleva más de veinte años vigente: el MAS nunca fue ni será un gobierno de/para los indígenas de Bolivia.
El segundo hecho es el falso sesgo sobre el que se construyó el gobierno de los pobres. Claro que otros gobiernos anteriores al MAS incurrieron en innumerables y ominosos ejercicios de hipocresía durante la segunda mitad del siglo XX y principios de nuestra era, pero conservaban entonces, al menos, la aspiración a mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos en general y hacer realidad, de alguna manera, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo –la democracia entendida en su sentido más humano y radical–. El viraje masista auspiciado por la ansiedad irrefrenable del castrismo frente al imperialismo yanqui instituyó el gobierno de la nueva oligarquía, por la nueva oligarquía y para la nueva oligarquía. Hoy con la crisis económica encima no cabe lugar a dudas. El boom económico fue un dulce sueño, ilusorio, quizás el fraude más execrable del MAS después del conteo rápido de 2019.
Estas iniciativas que se impulsan a nivel internacional tienen el objetivo de poner sobre la mesa la discusión de un país sumido en el autoritarismo, con todo lo que ello implica, y rebatir los falsos mensajes vertidos por el masismo a lo largo de estos años (el argumento del gobierno de la Madre Tierra queda pendiente). Refuerzan la defensa de los presos políticos y trasladan un mensaje categórico más allá de las posiciones ideológicas: Bolivia no es una democracia, el MAS rompió con todo atisbo de institucionalidad y, de cara al futuro, solo cabe la reconstrucción a partir de los despojos de un gobierno que persigue y condena al mejor estilo de sus mentores caribeños.