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El Satélite de la Luna | 27/04/2024

Anécdotas de un italiano en Bolivia

Francesco Zaratti
Francesco Zaratti

Toda existencia, máxime si es larga y variada como la mía, está repleta de anécdotas. Entre ellas hay algunas que se relacionan con viajes, la familia, el trabajo o la vida pública. Sin embargo, en mi caso, agradezco a la “Società Dante Alighieri” porque, para celebrar sus bodas de plata en Bolivia, me propuso reunir algunas de esas anécdotas relacionadas con “el ser “italiano” y transformarlas en una amena charla de casi una hora de duración. Hoy sintetizo aún más mis recuerdos en esta columna de pocos minutos de lectura.

Las anécdotas empezaron con mi llegada al aeropuerto de El Alto en una lluviosa noche de octubre de 1973: leí una gran preocupación en el rostro del padre Pascual que acudió a recibirme, preocupación que, como me reveló, no se debía a las consecuencias de mi llegada sobre la “vida” salesiana, sino a si el recién llegado, por su altura, cabía en el colchón que había comprado esa misma tarde.

Mi castellano era limitado, de modo que, a pesar mío, tuve que vivir los primeros meses en Bolivia escuchando más que hablando, obligado a asimilar toda interacción con el extraño mundo exterior hecho de sonidos, expresiones, sabores, ¡olores! y visiones muy diferentes, hasta que una mañana me desperté feliz: ¡había soñado en español!

Durante mi larga carrera universitaria en la UMSA me tocó representar a los docentes en una reunión nacional durante los conflictos suscitados por la reforma tributaria del DS 21060, rechazada tajantemente por las universidades al tiempo que cobraban los mayores ingresos que les asignaba. Ese conflicto esquizofrénico y masoquista empantanaba la reunión, hasta que tomé la palabra para contar una historia que conocía desde mi juventud. Les recordé a los presentes lo que sugería el Manual Victoriano a las jóvenes británicas “en caso de…”, ante toda una casuística de situaciones reales. “En caso de violación” el Manual –cité– aconsejaba luchar con uñas y dientes, defenderse con manos y pies, gritar y pedir auxilio a pleno pulmón, pero, si todo eso no surtía efecto, el consejo era “relajarse y gozarlo”. Esa actitud –concluí–era precisamente la que correspondía a esas alturas. Carcajada general y pronta reacción del rector Guido Capra, que presidía la reunión: “Siguiente punto del orden del día”.

Cumpliendo funciones de delegado presidencial, el año 2004 fui enviado por el presidente Carlos Mesa a resolver la toma de un campo petrolero en la región de Cuevo, en el Chaco. Durante todo un día, y ante la estrategia de los pobladores de retener a la comitiva oficial lo más posible en ese lugar descampado, opté por dialogar con humildad y paciencia, sin mostrar apuros. Al final, a la luz de las velas, se firmó un acuerdo y se levantó el bloqueo. Regresando a Camiri, en el coche pude escuchar por radio Fides al padre Eduardo Pérez anunciar la solución del conflicto en cadena nacional, sin ahorrar halagos al delegado presidencial. Sin embargo, pronto mi pecho empezó a deshincharse, a medida que el funcionario de enlace me revelaba la verdadera razón del éxito: mi inconfundible acento les recordaba a los guaraníes del lugar la presencia constructiva de los franciscanos italianos en medio de ellos durante siglos.

Finalmente, por el año 2005, coincidí en abordar un vuelo, como últimos pasajeros, con Evo Morales, por entonces el candidato más cotizado a la presidencia, con quien había compartido, a instancias de Filemón Escobar, mi visión de la temática del gas; función que cumplí desinteresadamente hasta que sus asesores lo convencieran de asumir posiciones más radicales. Con su típico humor propio de una foca, Evo me miró sonriendo y me preguntó: “¿Cómo anda la mafia italiana?”. A lo que le contesté: “Bien, supongo, haciendo negocios con la mafia del Chapare”. Callado y cabizbajo, Evo ingresó al avión. 



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