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Wila k'ank'as everywhere | 08/06/2025

Andrómeda

Sayuri Loza
Sayuri Loza

Desde la creación del país, un elemento preocupante de su realidad política fue la tendencia al caudillismo: líderes más o menos carismáticos que legitimaban su llegada al poder con la fuerza de la seducción –de tropas o de la población– y que sentían, debido a esa capacidad, que tenían carta blanca para hacer y deshacer en torno a sí mismos y a sus deseos.

El caudillismo en una sociedad es síntoma de que ésta no posee una identidad o una sensación de pertenencia a su país o nación, por lo que busca sujetarse a alguien que la represente; es el caso de la diversa Bolivia, que ha transcurrido su historia republicana aferrándose a la idea todavía decimonónica de campeones salvadores, moralmente superiores, guapos, fuertes y capaces de sacrificarlo todo por su país, una idealización que nos ha costado cara, pues al final, encumbramos a prospectos que terminan siendo villanos que acaban con nuestras esperanzas y hasta consigo mismos.

En efecto, esos caudillos han habitado con mayor fuerza desde nuestra independencia, puesto que todavía recordamos no a los hombres que salieron a la lucha sino a una especie de mitos, de padres fundadores cuyo único interés era la consolidación de una nación libre y soberana y echar al “inculto español”. El punto es que como sociedad, nos apoyamos y enseñamos ese tipo de liderazgo, que responde a la búsqueda de forjar una historia moral, que juzga a “los buenos” y “los malos”, por eso alguna vez un funcionario del ministerio de educación dijo muy quitado de la pena, cual si fuera un romántico del siglo XIX “vamos a hablar sólo de los presidentes que han sido buenos”.

La otra tara que venimos arrastrando es la identificación de los gobernantes con padres o con monarcas incuestionables, pero dadivosos, por lo que no se les puede fiscalizar sin caer en la falta de respeto; y como la jerarquía intocable es la idea de liderazgo en Bolivia, ese pensamiento es caldo de cultivo no para líderes sino para gente con baja autoestima que necesita afirmarse y recordarse a sí misma que puede ser grande siempre y cuando todo un país se postre a sus pies.

El problema ahora, justo cuando estamos a una vuelta del Bicentenario, es que tras la caída de uno de los liderazgos caudillistas más importantes de la historia, queda en el país una incertidumbre extraña que hace que muchos, que cuestionábamos esos liderazgos carismáticos nos preguntemos. ¿Qué pasará ahora que no hay cabezas visibles y legítimas? Es lindo reclamar cambios pero cuando llega el momento, asumirlos suele tener consecuencias duras y lamentables. Las elecciones que se vienen, adolecen de una ausencia de líderes al punto que ni siquiera están los caudillos.

Evo Morales eligió el camino del conflicto en lugar de asumir su lugar en la historia y convertirse en el gran tendedor de puentes que sería capaz de asesorar y conducir desde fuera del gobierno la transición económica y la respuesta a la crisis. Con todo lo que significó en su momento, no hay mejor hombre que él para inducir al diálogo y el consenso, pero Evo es un hombre dañado, paranoico, obsesionado con batallas finales y juegos de tronos, amartelado de la silla y sus manjares, desposeído de sí mismo porque Evo ya no es nadie si deja de ser presidente, simplemente no podemos contar con él.

Los viejos líderes del pasado no tienen credibilidad suficiente, su objetivo es ser presidentes para ser recordados como quien salvó al país (a cierta edad uno suele buscar quedar en la memoria de la gente porque sabe que no verá nacer el siglo que viene) y en esa búsqueda incansable soslayan su pequeñez y su necesidad de alianzas, ¿Dónde se ha visto un campeón vicepresidente, ministro o colaborador? No, el campeón sostiene el premio mayor, la banda presidencial, si no, no vale.

¿Y los nuevos? Dunn y Andrónico tienen el beneficio de la duda, pero Dunn no logrará mayoría, tal vez tenga una bancada interesante que podría darle impulso para una próxima elección y su propuesta de que Evo Morales será apresado al día siguiente de su juramento como presidente me hace pensar que no se da cuenta de la realidad de los hechos o tiende a la demagogia igual que los otros. Andrónico es un hombre sereno, que fue capaz de negociar en el Senado con oficialismo y oposición, posee la humildad que no tienen los anteriores para escuchar advertencias, sería un gran gobernante en tiempos de paz, pero no estamos en tiempos de paz. Andrónico es un príncipe de verano que me asusta pensar que no sobrevivirá el crudo invierno de la crisis.

Deberíamos estar felices, acabó la hegemonía del MAS, pero deja un terreno sin líderes visibles o legítimos y con la posibilidad del surgimiento de grupos irregulares, warlords o similares; ya vimos a los mineros cooperativistas tomando La Paz y exigiendo se les apruebe sus caprichos, ya vimos a los dirigentes del trópico amenazando a los miembros del TSE. ¿Qué hará un presidente débil ante esto? ¿Qué harán las instituciones decadentes? En momentos como estos, uno puede entender el grito por caudillos de nuestros abuelos. 



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