Las lluvias torrenciales que desembocaron
en masivas inundaciones en el sur de Brasil encierran múltiples lecciones. La
situación es tan grave que en ese país se discute si el Gobierno de Lula da
Silva estaría enfrentando un “momento Katrina” que pone en cuestión sus
capacidades de gestión. Esa imagen se refiere al huracán de ese nombre que
impactó sobre Nueva Orleans, derrumbando la imagen de George Bush por su tardía
reacción, y el desorden en la asistencia.
Lo que está ocurriendo en Brasil es escalofriante, y pone en primer plano las implicancias de los desarreglos ecológicos. En el sur, las lluvias acumuladas en las dos semanas que van desde el fin de abril a inicios de mayo, es equivalente a las precipitaciones de cinco meses; en algunas ciudades se alcanzaron extremos de 700 mm. El 85 % de la superficie del estado de Rio Grande do Sul está afectada, lo que equivaldría al área sumada de los departamentos de Beni y Pando en Bolivia. Hay más de dos millones de personas damnificadas, 500 mil siguen fuera de sus casas, y se registran por lo menos 147 muertos.
Esa catástrofe está dejando en claro que no se está preparado para lidiar con los eventos climáticos extremos que se esperan como resultado del cambio climático. Es una circunstancia que todos los países de la región deberían observar.
La ocupación territorial es propia de un mundo del pasado. En el sur, varias ciudades están emplazadas en angostos valles flanqueados por cerros, que tras las lluvias torrenciales quedan rápidamente anegadas. Al mismo tiempo, la falta de medidas de gestión ambiental desembocó en que se perdieran los bosques y humedales que retrasaban el escurrimiento del agua. De ese modo, el desarreglo climático se potenció por el cercenamiento de la gestión ambiental. Es que el gobernador de aquel estado modificó o anuló un estimado de 500 normas ambientales, tales como los que controlaban la deforestación. Se llegó al extremo en la flexibilización de los controles, instalando un autopermiso ambiental: una persona o empresa solicita una licencia ambiental, firma una declaración jurada, y se le otorga en 48 horas sin análisis técnicos.
Al mismo tiempo, en el centro y norte de Brasil, los incendios están provocando otra catástrofe ambiental. El número de focos de fuego desde el primero de enero al primero de mayo alcanzó un nuevo extremo histórico: 17.421 incendios. En la Amazonia el aumento es del 148% y en el Pantanal, se incrementó en casi el 1.000%.
Esto hace que el Gobierno y la sociedad brasileña estén golpeadas por las condiciones ecológicas en múltiples regiones, y en unos y otros sentidos. Pero nada de esto debería haber tomado al gobierno por sorpresa, porque fue alertado por distintos científicos e incluso, años atrás, se predecía un desastre de este tipo en un informe ministerial que fue enterrado durante el gobierno de Dilma Rousseff.
Los desafíos que todo esto impone sobre Lula da Silva son enormes, y más allá de las medidas urgentes de asistencia, habrá que ver si su gobierno comprende las condiciones ecológicas que está enfrentando. Su presidencia, por ahora, estaba bajo una dinámica inusual ya que viene invirtiendo mucho tiempo en giras internacionales, muy visibles en la prensa global, mientras que dentro de su país para muchos es un líder repetidamente ausente. Su imagen pública ha caído en las encuestas en los últimos meses.
Ahora la situación es todavía más complicada, dados los desarreglos ambientales que llegaron a un extremo catastrófico. En este “momento Katrina”, el presidente Lula movilizó a las fuerzas armadas, presionó a su gabinete para que coordinaran entre sí, y aprobó paquetes millonarios de asistencia. Será necesario que esa reacción sea efectiva, que no quede atrapada en la pesada burocracia brasileña ni en las redes de corrupción.
Pero el mayor desafío está en cómo lidiar con el nuevo contexto ecológico, donde la política ya no puede pensarse bajo los viejos contextos. Es así que, por ejemplo, los académicos indican que ciudades completas del sur deben ser reconstruidas en otros sitios, lo que habrá que ver si es comprendido tanto por el gobierno como por la sociedad. Del mismo modo, será necesario recomponer la gestión estatal, pensándola en plazos muchos más largo y comprometido con una justicia social y también ambiental. Ojalá los actores políticos en los países vecinos observen y aprendan las implicancias de estas catástrofes, y la necesidad de renovar al Estado y la política.
Eduardo Gudynas es investigador en transiciones y alternativas al desarrollo en el Centro de Documentación e Información Bolivia (CEDIB); en redes @EGudynas
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