Mi primera entrevista de trabajo, apenas recibida de
abogada, fue un viernes. La aspiración -poco edificante- de lograr aunque fuera
tareas burocráticas, como organizar el archivo o foliar expedientes, me
brindaba la seguridad para plantarle al dueño mi deseo de laburar en ese
bufete. Llegué a ese encuentro ataviada con un traje sastre pues, antes que
exponer el tema de mi tesis de grado (que ya un exministro de Gobierno con
apodo de fábula de Esopo y jefe de otro famoso despacho legal, había
desdeñado), debía mostrar aire de jurisperito en algún juzgado de la calle
Yanacocha.
Mientras aguardaba que la secretaria me anunciara, me sorprendí con la cantidad de procuradores (eufemismo leguleyesco de “mensajeros”), todos en blue jeans y cómodos calzados. Ninguno de ellos podía ser abogado. No vestían como los protagonistas de la serie L.A. Law a los que desde siempre intenté emular. Sin embargo (¡ay!) todos resultaron ser “doctores”.
Comencé a trabajar un jueves. Para no desentonar con el código aprendido días antes, lucí pantalones y una camiseta casuales. Pero… en esa jornada de estreno laboral solo vi ternos y faldas con zapatos de tacón. Ni un solo tenis, ni una sola chompa ¡Me llevaba al tren! Intenté explicarme el infortunio indumentario pensando que quizás ese día de la entrevista habían celebrado con una salteñada a algún colega cumpleañero, y por eso las teñidas de holganza. Debía ponerme seria de nuevo.
La mañana siguiente crucé la puerta de la oficina envuelta en una falda entubada y un saco de mangas tres cuartos. Y como en el video de los Rolling Stones versionando a Dylan -en el que el ojo de la cámara percibe figuras distorsionadas, propias de quien se halla en pleno viaje auspiciado por alguna droga-, se me cruzaban confusas imágenes de secretarias, abogados y tramitadores disfrutando de la comodidad de sus poleras y zapatillas.
Alguien decía que la confusión es un signo muy sutil de la paranoia. Yo, a esas alturas, ya comenzaba a vivir un episodio psicótico. Que fue tratado con indulgentes explicaciones: “todos los días vestimos con incómodos trajes acartonados. Así es la vida. Pero los viernes, nos damos una feliz licencia”.
Y es que no ha sido sino hasta esta pandemia, que los buzos deportivos hallaron finalmente su propia revolución, y dejaron de ser una prenda de domingo para estelarizar reuniones importantes de negocios. Combinados, eso sí, con camisas Manhattan. Y es que no cualquiera tiene la osadía de aquel fiscal que nos sorprendió en una audiencia exhibiendo una sudadera Gav Sport. Era sábado de ráquetbol y seguro los amigos esperaban en la cancha.
Recuerdo en el metro de Nueva York, a esas mujeres ejecutivas de Wall Street, llevando trajes de dos piezas pero con zapatillas de correr. Toda una publicidad de NIKE y su liberación femenina. Portaban sí, sus zapatos de aguja en las carteras para poder iniciar la tortuosa faena con glamour.
Los antiguos griegos aportaron grandes ideas a la Historia usando una vestimenta muy simple. Un pedazo de tela drapeada y suelta que envolvía el cuerpo con un propósito funcional más que estético o identitario. No imagino ni a Sófocles ni a Pitágoras invirtiendo su tiempo en el examen de tejidos o la combinación de materiales para sus ropas.
De ahí que me pregunte sobre la relevancia práctica (pues con la estética no me meto) del Codex en la indumentaria para trabajos meramente intelectuales. Por qué no liberar esas normas y que cada quien vista pensando en su comodidad. Que esa apertura permita a los masoquistas de lo formal o los necesitados de algún alto perfil, continuar con sus elegantes ternos; pero que reconozca también a esas no tan minorías, la libertad de concentrarse en su trabajo arropados con un buen pedazo de tela, aunque sea de algodón y no de cachemir.
Daniela Murialdo es abogada y escritora