Fernando Molina ofrece una amplia explicación sobre los orígenes de la Participación Popular. Dice que fue Sánchez de Lozada quien, tras descartar una visión departamentalista previa, invitó a Carlos Hugo Molina para esbozar un plan municipalista.
Portada del diario Presencia sobre la Participación Popular.
Para todos los viejos amigos
Aunque el decreto 21060 (aprobado en agosto de 1985) hablaba de la “descentralización” de las empresas estatales, en los hechos estas quedaron subordinadas a los estrictos controles que realizaba el gobierno central para controlar el gasto y concentrar los ingresos, en especial de YPFB, a fin de vencer la hiperinflación que había infamado al país poco tiempo antes. Simultáneamente, la nueva Ley Tributaria contabilizaba los impuestos a favor de los departamentos en los que en encontraba el domicilio legal de las empresas, esto es, la mayoría de las veces, La Paz, Santa Cruz y Cochabamba. El país aceptó esta situación por la necesidad de mantener la disciplina macroeconómica. Pero el ajuste, como todo ajuste, tenía un carácter contractivo y hacia 1989 la mayor preocupación nacional era lograr la reactivación del aparato productivo. En este contexto, la descentralización, que había sido la constante demanda de las regiones orientales del país, se volvió prioritaria.
¿De qué clase de “descentralización” se estaba hablando en este momento? De la “descentralización política” de los departamentos. Aunque ya en 1986 Juan Carlos Urenda había presentado en la Universidad Gabriel René Moreno de Santa Cruz una tesis para graduarse como abogado en la que se planteaba la necesidad de construir un Estado de “autonomías”, situado a medio camino entre el Estado federal (asociación voluntaria de Estados de menor tamaño) y el Estado unitario (con un solo parlamento y un único gobierno que puede ser tanto centralista como descentralizado), el mismo Urenda reconoce que el “paso previo” para la realización de su utopía era la “descentralización política” por la que luchaban los “comités cívicos” (asociaciones corporativas locales) del oriente del país. Estos eran los principales descentralizadores de entonces. Buscaban llevar a la práctica los artículos 109 y 110 de la Constitución de 1967, que parecían abrir la posibilidad de que los prefectos, representantes del Poder Ejecutivo en los departamentos, fueran elegidos por voto directo. Pero estos artículos estaban redactados ambiguamente, por lo que daban lugar a una intrincada “batalla semántica” entre los políticos regionales adscritos a los comités cívicos y los políticos nacionales, que en general se oponían a la mencionada elección.
Que la Constitución solo hablara de “un régimen de descentralización administrativa” y no de “descentralización política” era para algunos –por ejemplo, para el gobernante MNR– argumento que impedía los comicios departamentales. Para defender esta posición, estos definían “descentralización administrativa” como delegación de funciones entre distintos niveles del mismo gobierno. Para otros, en cambio, “descentralización administrativa” era una transferencia de competencias entre distintas entidades gubernamentales, por lo que los jefes de estas entidades bien podían ser elegidos por voto popular. Para unos más, al hablar de “descentralización administrativa” la Constitución se refería al régimen interno de los departamentos, no al régimen general de la República. Y así sucesivamente… El mero uso de las palabras “transferencia” o “delegación”, “funciones” o “competencias” despertaba el bizantinismo latente en el alma de los especialistas en derecho administrativo. El final de la disputa dependía de la ley que la propia Constitución quería que se aprobara para dirimir el asunto. Como esta ley no existía, entre 1983 y 1990 se presentaron 18 proyectos de ella, varios de ellos preparados por los mismos autores, que los adecuaban a las necesidades de cada coyuntura política.
La elección de los prefectos se había usado durante la UDP (1982-1985) como una bandera derechista para oponerse al gobierno (el más ferviente federalista fue Carlos Valverde Barbery, quien había estado ligado a los gobiernos militares). Aunque, como acabamos de decir, el gobierno del MNR (1985-1989) había logrado sacarla de la mesa de discusión, “se le aparecía” nuevamente en las discusiones sobre reactivación de la economía. Y rebrotó poderosamente con la llegada del gobierno del Acuerdo Patriótico (1989-1993).
En la campaña electoral de 1989, Jaime Paz había prometido la elección directa de los prefectos, lo que despertó grandes expectativas en las regiones. Sin embargo, después de llegar a la presidencia, el dirigente del MIR se arrepintió; prometió en cambio un proceso gradual de transferencia de competencias y recursos que terminara, en el mediano plazo, en elecciones departamentales. Esta también fue la posición de su aliado de ADN, Hugo Banzer: una descentralización gradualista, que –dada la reticencia del centro para ceder sus atribuciones– era también una descentralización hipotética.
Presionado por los regionalistas y por sus propias promesas previas, el presidente Paz Zamora convocó a varios congresos extraordinarios para tratar el tema. El primero de ellos se dio en 1990, el mismo año en que el abogado Carlos Hugo Molina presentó su libro La descentralización imposible y la alternativa municipal, que reunía sus columnas en el matutino El Día sobre este asunto… Cuando hablaba de una “descentralización imposible”, Molina se refería a la propuesta departamentalista y gradualista del gobierno, que a su juicio escondía o confundía la verdad. Pues en verdad ningún partido estaba dispuesto a gobernar sin las prefecturas, entregando a estas a los azares de la disputa electoral. Así lo demostraba implícitamente la duplicidad del oficialismo al referirse a este asunto.
Para Molina, por tanto, la única descentralización realizable era la que concediera descentralización administrativa (atribuciones y recursos) a los departamentos pero, al mismo tiempo, municipalizara el territorio, superando las graves limitaciones que adolecía este nivel de gobierno hasta ese momento. Los municipios debían ser los sujetos de la “descentralización política” que estaba buscando el país. Esta opción contaba con el respaldo de la tradición (los vecinos elegían a los cabildos desde la Colonia), las leyes ya existentes y, por tanto, no podía ser rechazada por nadie. Además, los municipios eran las instituciones públicas más cercanas a la población y, por tanto, las que mejor podían servirla. Y viceversa, también las más adecuadas para permitir que la gente participara en la vida política.
La tesis de Molina se probó en el corto plazo. Durante la gestión de Paz Zamora, pese a los muchos avances discursivos que se hicieron en torno a la redacción de una ley de descentralización, esta se quedó estancada en la última fase del procedimiento parlamentario, en los meses previos al fin de la gestión. Así, la descentralización política departamental se probó “imposible”.
Aunque a causa de los acuerdos interpartidarios de 1991 y 1992 el gobierno siguiente estaba, digamos, “obligado” a continuar buscando la descentralización, la forma en que lo hiciera dependería enteramente de él. Fue entonces cuando para Molina y otros municipalistas se abriría una ventana de oportunidad. El nuevo gobierno haría posible que concretaran sus ideas.
En noviembre de 1984 se había publicado un libro de gran importancia para una rama de la historia del Estado boliviano: la de la articulación de éste –si se quiere un Estado “occidental”– con las formas de organización política “no estatales” que han pervivido desde tiempos precolombinos en los grupos indígenas, o, en todo caso, que los indígenas han desarrollado por su cuenta desde entonces. Digamos sencillamente la relación entre el Estado y las “comunidades”.
Este libro era El Estado anticampesino, de Miguel Urioste, y analizaba las protestas campesinas que se produjeron en 1983 contra el gobierno de la UDP como consecuencia de la sequía, la inflación y el sistema que imperaba entonces de fijación por parte del gobierno de los precios de los productos agrícolas, el cual impedía a los campesinos obtener ganancias. Estas protestas derivaron en la exigencia de una ley que “reformara la reforma” agraria. La UDP propuso un proyecto y las organizaciones campesinas, otro, el cual estas denominaron “ley agraria fundamental”.
Este documento intenta que se reconozca a las comunidades campesinas como “unidades autónomas en su régimen político-administrativo, en todo cuanto corresponde a la reproducción económica, institucional e ideológica de las relaciones sociales. [Las comunidades] se rigen por autoridades designadas conforme a costumbres”. De aprobarse, hubiera trasladado poder de decisión política desde el Estado central hasta 12.000 pequeñas organizaciones sociales, que podrían ejercerlo de acuerdo a su derecho consuetudinario.
La “ley agraria fundamental” no se aprobó, pero Urioste insistió en esta idea de reconocer y empoderar a las comunidades. Su libro señala que la consigna liberal y nacionalista de “incorporar al indio al país” había sido una falacia, ya que no era posible que los menos incorporaran a los más. Por tanto, el Estado debía pasar de ser “anticampesino” a ser “aliado de los campesinos” y admitir en su seno un sistema de comunidades y asociaciones productivas campesinas que tuvieran representantes políticos propios.
En los siguientes años, el partido de Urioste, el MBL, plasmaría la idea mencionada en varias versiones de una “ley de comunidades” que trató que el Parlamento considerara. La propuesta consistía en entregar recursos y poder a los ayllus y tentas, pueblos indígenas, etc. El MBL quería que el Estado, sin perder su actual forma política, se transformara. Debía reconocer la personería jurídica de las comunidades, para que por fin fueran legales unas organizaciones que existían desde siempre y para que se reconociera a sus autoridades. Su idea era que el Consejo Nacional de Reforma Agraria le diera a cada organización campesina un “título de comunidad”; así, esta tendría derecho a recibir una cuota del 10% de los impuestos que en ese momento se destinaba a las corporaciones regionales de desarrollo, las entidades de inversión de las prefecturas departamentales, que se habían comenzado a considerar una mediación burocrática e ineficiente en la asignación de recursos (lo que conduciría a su desaparición pocos años después). Las comunidades podrían invertir ese dinero en sus propias prioridades y no en las que definían los técnicos de estas corporaciones que, aun en el mejor caso, estaban lejos del lugar de los hechos.
El proyecto de “ley de comunidades” fue criticado por razones formales (las comunidades no figuraban en ninguna parte de la Constitución), y por razones de fondo: algunos creían que estas organizaciones no tenían capacidad para manejar la plata que se pensaba asignarles, y que el Estado no podía entregar recursos a quienes finalmente eran particulares.
Por eso, en un seminario de 1990 organizado por el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA), el municipalista Carlos Hugo Molina le preguntó a Urioste:
“¿Por qué no retomar el actual concepto de
autonomía de los municipios y plantearlo
para las comunidades ynaciones [indígenas]? Tendríamos la ventaja de partir de un
antecedente
reconocido por el Estado y en el que ya se han elaborado todas las
características jurídicas necesarias. Por ese camino habría menos resistencia,
porque sería reivindicar un derecho que también pueden tener otros.”
A lo que Urioste respondió que la primera versión de la ley de comunidades había planteado adaptar la comunidad al régimen municipal, a fin de evitar las objeciones sobre la capacidad y el derecho de las comunidades de manejar recursos estatales.
“Pero se recibieron muchos rechazos de las bases, por el temor de
que se disminuyeran entonces
las posibilidades de diferenciación entre
comunidad y municipio y, por tanto, la identidad
particular de la primera
quedara diluida. Por tal motivo, en versiones posteriores de la ley
se ha
diferenciado [municipios y comunidades] en la propuesta.”
El antropólogo Xavier Albó, director de CIPCA, también creía que usar los municipios como ladrillos de la nueva construcción estatal era “desde un punto de vista estratégico” riesgoso para las comunidades, que podrían terminar cooptadas por el Estado, “rompiendo definitivamente la resistencia que posibilitó su preservación hasta nuestros días”.
Años después, Urioste reconocería que él y Albó estaban equivocados en este punto: “Por 15 años [habíamos] difundido una ideología contraria al Estado, de confrontación. Teníamos una visión maniquea, blanco o negro, Estado o sociedad, que no tenía sentido. Pero fuimos avanzando”.
En 1990 también apareció Democratización del Estado y descentralización, de Iván Finot. Este imagina un arquetipo de la estructura político-administrativa del nuevo país que surgiría de la desaparición del Estado del 52, interventor en economía y centralista en política. Sostiene que el Estado renovado debe organizarse en “autonomías subnacionales” de dimensión departamental y municipal. Estas autonomías podrán elegir democráticamente a sus dirigentes y poseer sus propios recursos, provenientes de impuestos departamentales y municipales. No descarta, sin embargo, la asistencia financiera de un nivel superior a otro inferior.
Los municipios tomarán competencias de forma voluntaria, “nunca se les impondrán desde arriba”. Pero primero tendrán que superar sus límites que tenían entonces, que eran puramente urbanos, es decir, excluyentes y precarios. En ese momento los municipios eran órganos débiles y dispersos, incapaces de ser los sujetos de la descentralización. Así que resultaba necesario “municipalizar” al país, estableciendo que su unidad territorial fuera la sección de provincia. Finot consideraba que dentro de los gobiernos municipales debían existir unidades menores, que él llamó “comunas”.
En ellas serían vaciadas las organizaciones de la sociedad civil “constructivas”, o sea territoriales: juntas vecinales y ayllus. Decimos “vaciadas” porque se establecerían nuevas normas de funcionamiento para ellas, que las tornaran homogéneas y les depuraran sus rasgos discriminatorios –por ejemplo, contra las mujeres–. Las comunas serían el gobierno local, más pequeño que el municipal. Los municipios tendrían un régimen parlamentarista y se permitiría la remoción de sus autoridades antes de que se cumpla su gestión. Además, los concejos municipales elegirían a los representantes de los consejos que gobernarían la provincia, la cual sería una mancomunidad de municipios.
Cuando se refiere al nivel departamental, Finot propone asambleas departamentales autónomas, electas por voto directo, parlamentaristas –vale decir, con un poder ejecutivo subordinado al órgano colectivo–, autosuficientes (pues se financiarían con sus propios impuestos), etc.
En ese momento esta propuesta sonaba inverosímil (como hemos dicho, tanto Carlos Hugo Molina como muchos otros consideraban la descentralización política departamental “imposible”), pero la historia ha terminado eligiéndola como una anticipación válida.
En las elecciones 1993, el MIR y ADN se presentaron juntos contra Gonzalo Sánchez de Lozada, del MNR, que pese a eso les ganó 33% a 20%, la victoria electoral más contundente que había habido hasta entonces. Estaba claro que el país quería un cambio menos “gradualista” de sus instituciones y conductas que el propuesto por el Acuerdo Patriótico, y Goni parecía dispuesto a llevarlo a cabo
Sánchez de Lozada llevaba como acompañante a Víctor Hugo Cárdenas, el primer indígena y el primer indianista moderado (es decir, partidario de que el Estado dejara de dar las espaldas a la mayoría nacional) que llegó a esta alta posición. Además, repitiendo el ejemplo exitoso del Pacto por la Democracia entre Paz Estenssoro y Banzer (1985-1989), estableció una alianza poselectoral con el MBL (que había obtenido el 5% de los votos), lo que llevó por primera vez a Urioste al gobierno.
Una de las primeras cosas que Sánchez de Lozada hizo fue cambiar el rumbo del proceso de descentralización. Dejó el proyecto de ley departamentalista previamente discutido en agua de borrajas, invitó a Carlos Hugo Molina a formar una comisión de descentralización y en abril de 1994 aprobó la Ley de Participación Popular.
El trabajo de la comisión de Molina, que luego de la ley se convertiría en la célebre Secretaría de Participación Popular, seguramente se encuentra entre las experiencias más creativas de gestión pública boliviana. Los técnicos, políticos e intelectuales que trabajaron en este proceso adaptaron el debate que hemos narrado en estas líneas a la compleja realidad geográfica, institucional, financiera, social y política que tenía país en ese momento. Un grupo joven y muy bien motivado, que encontraba en este proceso su forma de “entroncar” sus ideales izquierdistas de juventud en la sociedad democrático-liberal que entonces estaba vigente, aguzó sus capacidades y redobló sus esfuerzos para lograr que la “ley maldita” –como la llamaban los radicales del momento, los que tomaron la posta que había dejado Urioste tiempo atrás– fuera un éxito impactante.
Estos hombres y estas mujeres lograron algo muy extraño en el Estado boliviano, que es pasar de la teoría a los hechos, alinear la actividad de muchas repartaciones detrás de un mismo objetivo, cambiar la realidad efectivamente (y no solo la normativa). En ese trabajo conocieron las dificultades (y, todo hay que decirlo, también las tentaciones) de ejercer el poder público. Al cumplir tal misión, se convirtieron en los máximos especialistas en el funcionamiento su propio invento, con lo que con ellos nació una categoría profesional que sigue teniendo vigencia hoy: los “municipalistas”.
La Ley de Participación Popular y el trabajo de la Secretaría de Participación Popular municipalizaron al país, convirtiendo cada sección de provincia del territorio en un municipio urbano-rural, que se financia con el 20% de la coparticipación de los tributos nacionales, distribuida por la cantidad de habitantes (lo que descentralizó la ley tributaria): los municipios más poblados reciben más, y los que tienen menos moradores, menos. Recuperando las ideas de la ley de comunidades del MBL, la ley también estableció que las comunidades campesinas e indígenas en el campo, y las juntas vecinales en las ciudades, participaran en la planificación del trabajo municipal, así como en la fiscalización de su labor.
De esta manera, estas organizaciones, si bien no se convirtieron en el sujeto de la descentralización, como quería la ley de comunidades, adquirieron un importante papel en ella. O, por lo menos, así era en la teoría, ya que la práctica fue mucho más compleja… No se produjo la desaparición de las organizaciones indígenas, como temía Albó. Ni mucho menos. Pero en muchos casos estas establecieron una relación clientelar con los alcaldes, en detrimento de la eficiencia de la gestión municipal. Por eso hoy su participación es optativa antes que obligatoria.
25 años después de su adopción, lo que queda de esta reforma es una red de municipios empoderados y más o menos financiados que cubre todo el país, que ha extendido la presencia del Estado a todas partes –aunque no siempre con solidez–, y que constituye la “primera escuela” de las nuevas generaciones de políticos.
¡Y no es poco!
Los “locos” de la participación popular
He aquí una lista no exhaustiva de quienes trabajaron directamente en esta reforma fundamental del Estado boliviano. (Por razones de espacio, deja de lado a quienes apoyaron episódicamente a este equipo):
Carlos Hugo Molina, Ruben Ardaya, Roberto Barbery, Fernando Medina, Mario Galindo, Sergio Molina Monasterios, Luis Ramírez, Miguel Bustos, Gabriela Ichaso, Alfonso García, Gastón Zamora, Ivan Arias, Laurent Thévoz, Ramiro Duchén, Vladimir Ameller, José Luis Exeni, Moisés Mercado, Gonzalo Rojas, Diego Ayo, Marcelo Rengel, Verónica Balcázar, Claudia Palma, José Antonio Álvarez, Javier Callau, Alcides Badillo, Oscar Navarro, Fernando Vilaseca, Luis Pérez, Javier Medina.
Fernando Molina es periodista y escritor.