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Política | 05/07/2025   03:30

|CRÓNICA|El increíble encuentro que tuvo Walter Guevara en Afganistán|Raúl Rivero|

No dejaba de admirar hasta dónde había llegado la inmemorial y probada pericia contrabandista de sus coterráneos; ¡nada menos que hasta el otro lado del mundo.

Walter Guevara Arze, expresidente de Bolivia. Foto Facebook Walter Guevara Arce.
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Raúl Rivero 

Walter Guevara Anaya, hijo del expresidente Walter Guevara Arze, me relató la siguiente anécdota vivida por su padre. De no venir de alguien serio como Walter, sería lícito dudar de la veracidad de lo contado. Es que la asombrosa casualidad que encierra esta breve historia la hace digna de figurar con honor en cualquier antología universal de lo insólito.

Corrían los primeros años de la década de los 70 del siglo pasado y Walter Guevara Arze, embajador de Bolivia ante la ONU, fue elegido presidente de la subcomisión de derecho del mar para países mediterráneos. En tal carácter y a la cabeza de una delegación, visitó varios países mediterráneos, entre ellos Afganistán. En aquel tiempo, el sur del entonces Reino de Afganistán era una región peligrosa, en la que los contrabandistas de opio, armas, mercaderías y de personas tenían constantes y muchas veces sangrientos enfrentamientos con policías y militares.

Entre los sitios a visitar por la delegación de la ONU se incluía el Paso Khyber, histórico desfiladero que debían vencer los que pretendían acceder desde la antigüedad a los míticos y fascinantes valles del norte de la India. Conocido en el resto del mundo por haber servido de paso a persas y griegos, se convirtió en leyenda cuando Alejandro Magno lo cruzó. Luego fueron primero los mongoles y, siglos después, en sentido contrario, los británicos, quienes se hicieron de este estratégico terreno, siempre sufriendo el hostil rechazo de tribus locales. 

Transitando por la estrecha ruta de la parte afgana del paso, que en total recorre 53 kilómetros a unos mil metros sobre el nivel del mar, Walter Guevara y otros admirados extranjeros y sus acompañantes afganos observaban el lento desplazarse de viajeros y ganado, en una clara mañana de cielo despejado. Para todos, el día parecía el más adecuado para un paseo turístico que cerraba la visita de trabajo. Todo prometía dejar en la mente de los funcionarios internacionales nada más que haber conocido un legendario lugar hollado por Alejandro, poco antes de que sus cansadas tropas se rebelaran y le exigieran retornar a poniente, luego de ocho agotadores años de imparable campaña conquistadora. 

Mientras los desfiladeros reproducían y amplificaban en llamativos ecos las voces dadas en diversos idiomas por los visitantes, de pronto, un incidente rompió el encanto y el despreocupado avance de todos. De una pobre cabaña hecha de barro y techo de paja salió corriendo un hombre arrebujado en tradicional atavío afridi, de túnica blanca y turbante, y se lanzó frenético hacia quien encabezaba la delegación. La guardia de seguridad actuó de inmediato, reduciéndolo y tirándolo al piso, mientras el sujeto, de quien se entreveía un rostro moreno y llamativamente no barbado, comenzó a vociferar en un idioma desconocido:

–¡Saquiway thakiyta! ¡Kachiriway ah! (¡Déjenme pasar! ¡Suéltenme!).

Al escuchar al asustado extraño, el embajador Guevara se quedó paralizado de sorpresa. No podía dar crédito a lo que oía gritado en quechua, el idioma que aprendió en su infancia. Su pasmo se multiplicó cuando escuchó lo que el extraño clamaba a continuación:

–Doctor Guevara, ¿imaraycu chai jinata ruasuwanku? ¡Kacharinawanta niy! (¿por qué me están haciendo esto? ¡Dígales que me suelten!).

Sin poder creer lo que le decían, Guevara se agachó hasta mirar directamente a los ojos del aprehendido, al que los guardias retenían en el suelo y que se debatía inútilmente por liberarse:

–Pijpata, ¿churin kanki? (Hijo, ¿quién eres?).

Ay, doctorcito, el Juan Balderrama kani. ¿Mana nogamanta yuyankunki? Quillacollopi noq’a. Jefe de campaña kharkhani (Soy Juan Balderrama. ¿No te acuerdas de mí? Hasta tu jefe de campaña en Quillacollo he sido).

Aunque no recordaba al hombre, hoy requemado por el sol del árido lugar en que se encontraban, Guevara no pudo más que inquirirle:

–¿Imata´kaypi ruasankiri? (¿Qué haces en este lugar?).

Exhibiendo por primera vez una amplia sonrisa y relajando su tenso cuerpo, el interrogado hizo un gesto que parecía de avergonzada complicidad y repuso:

–Armamentomanta chakuqhatu… contrabandista kani, pues ah (contrabandista de armas soy, pues).

Apenas conteniendo la risa, Guevara pidió al jefe de la guardia que soltara al prisionero, afirmando que nada podían temer de él. Ante la asombrada mirada de los demás, que habían observado intrigados e ignorantes lo que se decían los dos hombres, ahora centro de la atención general, el recién liberado dio un rápido abrazo a Guevara y giró para perderse velozmente dentro de la casa de donde había emergido momentos antes.

El resto de la visita transcurrió sin otros incidentes para la delegación y su presidente no perdió más la sonrisa; de rato en rato, lo sorprendían moviendo la cabeza. Es que, para sus adentros, el embajador Guevara no salía de su asombro ante tan increíble encuentro y trataba inútilmente de imaginar cómo su compatriota vino a dar con su atávica “habilidad comercial” a este riesgoso y conflictivo lugar. 

No dejaba de admirar hasta dónde había llegado la inmemorial y probada pericia contrabandista de sus coterráneos; ¡nada menos que hasta el otro lado del mundo, ejerciéndola en las estribaciones del Himalaya!

Ya de retorno en Kabul, la capital afgana, más de uno de sus colegas de la delegación lo interrogó admirativamente:

–Embajador Guevara, no sabíamos que usted conocía el pastún –idioma de la tribu del mismo nombre–. ¿Sobre qué hablaron con ese hombre?

Raúl Rivero es economista y escritor.



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