Brújula Digital|10|02|24|
Jorge Richter
La historia registra que Roma, entre los años 138 y 161, estuvo gobernada por el emperador Antonino Pío. Fueron 23 años que marcaron un tiempo de paz –allí se estableció de forma real la pax romana–. Antonino fue una persona de reconocida humanidad y clara modestia. Cuando el emperador Adriano pensó en él para señalarlo como su sucesor dijo: “he encontrado un emperador, noble, agradable, obediente, sensato, ni testarudo ni temerario a causa de su juventud, ni descuidado a cauda de su vejez: Antonino Aurelio”. Sin embargo, Adriano pensaba que a la larga, el futuro de Roma debía caer en manos de un niño llamado Marco y que Antonino debía cuidar el trono y preparar al futuro emperador para ocupar el car. Un emperador que debía formar a otro emperador mientras pasara el tiempo y el aprendizaje que determinara el momento de ser encumbrado.
Durante los 23 años que duró su reinado, tiempo en el cual el imperio conoció un crecimiento excepcional en lo económico, pero de igual manera en lo social y jurídico, Antonino no solo formó, educó y preparó a un futuro emperador, tarea poco envidiable para los políticos actuales, sino que demostró templanza y decencia en el ejercicio del poder. No quiso ser quien estuviese en primer lugar, no privilegió su economía ni a los suyos. Pero por encima de todo, no manoseó el poder para destruir, matar, desterrar, calumniar y menos para consumar excesos, un hecho ilustre y una caracterización que la historia recoge y clasifica dentro de los gobiernos de “Los cinco buenos emperadores”.
Decencia y templanza, dos caracterizaciones alejadas de la frivolidad que señala en los tiempos actuales a líderes vanagloriados en destinos que imaginan manifiestos, que buscan descontroladamente el reconocimiento y la grandeza. Una persona de Estado debe esforzarse por ser indiferente a los aplausos y las honradeces. Pero esto requiere una profunda disciplina, valor que para ser logrado exige esfuerzos infatigables y constantes.
La palabra “disciplina” que deriva etimológicamente del término en latín “discípulus”, que quiere decir alumno, discípulo, “el que debe aprender”, conlleva dos roles: quien enseña y aquel que debe instruirse. Un maestro y un alumno-discípulo. La engorrosa tarea de Antonino no concluyó en un fracaso como presagiaban quienes alimentan la idea de que el poder debe entenderse únicamente con un sentido propietario. Antonino formó y educó otro gran emperador como fue Marco Aurelio. Lo encaminó por la disciplina, la ecuanimidad y la templanza lo que le confirió una grandeza no buscada.
Los liderazgos convencionales, inmoderados, tomados por la ambición desenfrenada, no admiten, siquiera mínimamente, la probabilidad de formar, educar y construir discípulos que continúen la marcha de los procesos iniciados. Una revolución, el camino de los cambios y las transformaciones pierden aliento cuando se desinstitucionalizan y se construyen caudillajes –o simulación de dirigentes superiores, jefes, caporales– impuestos, dóciles o contestatarios.
Los Estados se extravían en inútiles batallas, sinfín todas ellas, cuando las dirigencias reducen la comprensión del poder a una lucha de pasiones y ambiciones que glorifican, con matices de divinidad, a hombres que se visualizan imágenes delirantes de grandes líderes, aplausos y gritos de histeria en apoyos cuasi fanáticos por el gran líder, el salvador, el imprescindible. Con esa atmósfera dantesca, de tremenda veneración y culto a la personalidad, el espacio del discípulo-alumno al que se debe guiar la formación de nuevos hombres y mujeres activos y diligentes para el manejo del Estado ¿es posible?
El proyecto social y popular en Bolivia atraviesa una febril disputa interna que lo conduce –salvo oportuna y puntual intervención de la racionalidad– a una última etapa de desfondo definitivo. No será el primero, sino la reedición, una vez más, de una historia vulgarizada por desórdenes de ambiciones desmedidas. Fijaciones y obsesiones por el poder que incomprenden la necesidad del continuum histórico, que no se personaliza ni verticaliza en un solo nombre y una sola posibilidad.
¿Cómo se construye continuidad de los procesos transformadores? ¿Cuánto tiempo dura una revolución? ¿Y por cuánto se extiende el espacio de legitimidad de un caudillo hasta empezar a transformarse en un factor de antagonismo social e intrapartidario? Los principios de igualdad entre quienes componen el tejido social de un Estado se desintegran cuando uno de sus actores disrumpe para fundar una asimetría que refiere a un elegido sempiterno, un nombre encadenado a un imaginario inducido de “única salvación posible”.
Resistir la emergencia de otros liderazgos es aplacar la lógica del discípulo-alumno. Es encerrarse en la visión corta y reducida de que solo existe un camino factible. Es someter el pensamiento plural y diverso, las interpretaciones de coyuntura, la evaluación de las deficiencias estructurales y condicionantes del Estado y la sociedad, es reducir y concentrar todo en uno y nada por fuera de ello. Es el camino a la intolerancia, el desprecio por el otro y la no aceptación de que las mezquindades te desvían del camino correcto, ese que toman las grandes personalidades de Estado que tiene aún mayor valor cuando más cuesta de asumir. Enseñar al discípulo-alumno es lo correcto, aunque debas abandonar tus ambiciones. Hoy quien impulsó a su discípulo, incomprensiblemente comete la felonía de calumniarlo.
Antonino encaminó a Marco Aurelio en un ejemplo digno de aprender, pero también está la opción de otros, de estar más en el espacio de Nerón.
Jorge Richter, politólogo, es vocero presidencial.