En conmemoración a los 200 años de la fundación de Bolivia, Brújula Digital presenta su Especial Bicentenario que propone un recorrido plural por las múltiples capas que configuran la historia, la identidad y el porvenir del país. Son 17 ensayos que son publicados en este espacio.
Brújula Digital|04|08|25|
Quya Reyna
Hace unos días, un militante del bloque de Evo Morales, Gabriel Villalba, apareció en el afiche de un conversatorio sobre indigenismo e indianismo con la etiqueta de “indígena contemporáneo urbano”. Villalba es un hombre de piel clara, barba frondosa y rasgos que visiblemente no responden a las lógicas de racialización socialmente asignadas hoy a quienes son “indios” o “indígenas”. Por lo mismo, su autoidentificación generó una oleada de respuestas críticas en redes sociales: memes, ilustraciones y textos que pusieron en duda la legitimidad de esa identidad, cuestionando el uso instrumental de la categoría indígena.
Uno de los análisis más compartidos fue el texto “Sobre problemas identitarios de clase media”, publicado por el escritor Carlos Macusaya, donde se aborda este tipo de identificaciones como parte de una crisis identitaria propia de las clases medias “tradicionales”. Este ensayo busca dialogar con este contexto, pero desplazando el enfoque más allá del oportunismo de ciertas clases medias que se atribuyen la voz indígena. Propone, desde una postura personal, reflexionar sobre cómo se está rompiendo la perspectiva racial esencialista de lo indígena y cómo esa ruptura incide en la reconfiguración social boliviana de una clase media emergente desde el 2008.
Se trata de una clase media con orígenes indígenas, cuya experiencia está atravesada por contradicciones, búsquedas identitarias y también formas de oportunismo, en tanto asume la representación de sus pares con menos recursos y visibilidad. En este marco, lo “contemporáneo” y lo “urbano” no son atributos excepcionales, sino condiciones naturales del indígena. Un indígena de 1960, socializado en otros códigos, también era “contemporáneo” y en muchos casos, por las migraciones recurrentes, urbano. Insistir en esa etiqueta revela más un gesto de exotización o validación que una categoría sustancial.
Por eso, resulta clave identificar cómo lo indígena ha desbordado sus antiguos límites, no para diluirse, sino para rearticularse como parte de una identidad nacional más compleja. Esa nueva bolivianidad, profundamente ligada a lo indígena, ya no necesita reafirmar su raíz: la lleva consigo.
¿Qué es lo indio-indígena?
Ambas denominaciones, “indio” e “indígena”, surgen en contextos distintos y responden a lógicas de diferenciación específicas. El término “indio” aparece con la colonización española en el siglo XV, producto de una confusión geográfica que asoció a los habitantes de nuestro continente con la India. Esta designación se impuso y se reforzó durante la colonia y la república, atribuyéndose a personas de piel morena y rasgos considerados nativos. Basta revisar crónicas, cartas y documentos de época para ver cómo la palabra “indio” era usada sistemáticamente para nombrar a los colonizados. Hasta hoy, su persistencia actúa como marcador de racialización social.
En cambio, “indígena” es un término que adquiere fuerza en el siglo XX, en el marco de proyectos integracionistas de los pueblos originarios en las nuevas repúblicas. Se convierte en una categoría jurídica con reconocimiento internacional, como lo demuestra el Convenio 169 de la OIT (1989) o el Primer Congreso Indigenista Interamericano de 1940, que propuso la noción de una “América Indiobérica”. Según el Convenio, se considera indígena a quienes descienden de poblaciones anteriores a la colonización y que mantienen –total o parcialmente– sus instituciones sociales, económicas, culturales o políticas.
Podría decirse entonces que “indio” nace como un término racial y segregacionista, usado para marcar la diferencia entre españoles, criollos y mestizos frente a los nativos, mientras que “indígena” emerge como una categoría jurídica destinada a revertir esa exclusión, pero de forma institucional y jurídica.
El indio-indígena en Bolivia
Volvamos a Gabriel. A medida que circulaban los memes, la ilustradora Phuyu publicó un dibujo del “indígena contemporáneo urbano”: un hombre con barba, lentes, poncho y una “bolsa de aguayo chino”. En la imagen se lo describe como alguien que asiste a los “viernes de q’oa”, es un “jailón de izquierda”, “incluye empleada doméstica”, “no habla lengua indígena, pero le entra al inglish” y, además, es fiel seguidor del MAS.
¿Qué nos dice esta imagen?
En lo personal –y como también señaló el indianista Pablo Velásquez–, esa figura me representa como aymara, más que el imaginario tradicional del “indígena habitual”. Yo también uso ch’uspas de fabricación china; las bolsas aymaras se han mercantilizado con telas chinas, tanto que el mercado lo comparten Bolivia y Perú. Asisto a los viernes de q’oa, como lo hacen muchas personas aymaras de clase media, quienes también pueden tener trabajadoras del hogar o emplear personal. Tampoco hablo aymara con fluidez: prioricé el inglés como herramienta de movilidad y el idioma indígena fue relegado por mí y por una generación de padres que lo consideró un obstáculo. En mi caso, recién estoy aprendiendo la lengua de mis padres, como una deuda, por mi identidad aymara.
Hoy, un aymara puede consumir en Starbucks, usar iPhone, vestir ropa de marca y sin embargo ya no se le reconoce –ni se reconoce a sí mismo– como “indígena”. Es más probable que conserve ritualidades, celebraciones, modos de organización familiar que asumir una identidad de la que se siente ajeno. “Indígena” no es una palabra que circule con naturalidad en esos espacios. Tampoco “indio”. ¿Por qué?
En los años 60, el movimiento indianista resignificó el término racial “indio”, transformándolo en una categoría de dignidad étnica y política. El fenotipo se volvió un criterio de identificación, permitiendo alianzas entre los considerados “indios” y generando desconfianza hacia los “k’aras” (blancos). En cambio, “indígena” surgió como categoría legal e integracionista, asociada a características culturales y territoriales: valores autóctonos y ruralidad. Además, se integraron nuevos valores positivos y exóticos a estos grupos sociales, desde una mirada academicista. Por ejemplo, hasta ahora se pone en duda si Evo Morales es indígena porque no comparte los “valores” que se espera de un indígena: ambientalista, comunitario, etc.
En los últimos 20 años, los términos “indio” e “indígena” han quedado parcialmente obsoletos como marcadores identitarios. Ya no responden a las lógicas de movilidad y transformación social boliviana. El único lugar desde donde antes podía pensarse lo indígena –la ruralidad, la clase social o el territorio– se ha ampliado y complejizado. Gracias a la bonanza económica, ha crecido la clase media en Bolivia, incluyendo a muchos indígenas que han escalado socialmente sin abandonar sus formas de vida. Los hijos de familias indígenas se han profesionalizado, han migrado, y en algunos casos –por el uso de productos cosméticos, por condiciones ambientales u otras razones– tienen la piel más clara que sus padres.
En ciudades como Santa Cruz, abandonar lo indígena parece más fácil: el clima, el entorno urbano y la composición racial compleja facilitan esa transición. En el Valle, un quechua incluso puede pasar como “k’ara” por sus condiciones de piel. Ante esta movilidad, es comprensible que una generación más joven niegue lo indígena: lo asocian con la misma carga racializada y territorial que el indianismo y el indigenismo reforzaron como esencial.
¿Qué pasa con esas personas? ¿Se sentirán excluidas?
Probablemente sí y al mismo tiempo no. La discusión está abierta. Así como las clases medias “tradicionales” enfrentan crisis de identidad, como señala Macusaya, esta generación de clase media y origen indígena también. Ante la confusión, muchos buscarán una identidad capaz de contener su complejidad: la diversidad de pieles, lenguas, culturas, rituales y códigos sociales que comparten. Pero a diferencia del siglo pasado –cuando muchos aymaras negaban a Bolivia como espacio identitario– hoy los jóvenes se adhieren a la bolivianidad como refugio simbólico de sus contradicciones, pero es que, además, responde a su naturaleza indígena, por un proceso de integración mucho más real y vivido que las imposiciones jurídicas e institucionales que han deformado lo indígena al forzar categorías, ritualidades, discursos y territorios.
Personas como Gabriel son apenas una muestra de una sociedad que todavía arrastra límites profundos para entender los alcances de lo indígena hoy. Autoidentificarse como “indígena contemporáneo urbano” sigue reproduciendo la lógica que encierra lo indígena en lo rural y en el pasado. Por eso Gabriel necesita remarcar que él no es como ellos: es moderno, es de la urbe. O, como dice Phuyu, se define así porque no quiere “mezclarse tanto”.
¿Y si mejor respondemos a las contradicciones de la clase media de origen “indígena”?
Uno de los errores que cometemos –me incluyo– quienes trabajamos desde el enfoque indianista, es que seguimos centrando nuestro análisis en los blancos, en sus contradicciones, en su apropiación simbólica, en su constante blanqueamiento o “indigenización”. Y está bien, es necesario. Pero ¿y si empezamos a mirar también hacia dentro? ¿Y si nos detenemos a comprender, con más honestidad, los dilemas y ambigüedades de esta clase media emergente de origen indígena?
Por ejemplo: el mestizaje. Hasta ahora, esta categoría ha sido abordada mayormente como un proceso de “blanqueamiento” desde una lectura crítica. Pero poco se dice del otro lado: de cómo muchas veces ese mestizaje también implica una negación del estereotipo indígena, no necesariamente por aspirar a lo blanco, sino por el deseo de escapar de la carga simbólica impuesta sobre lo indígena: lo pobre, lo rural, lo atrasado, lo folklórico. Esta identificación de “mestizo” viene justamente de esta clase media emergente, que rechaza lo “indígena”, pero no rechaza a su madre, su lengua, su cultura, sus fiestas y tradiciones.
Sobre lo que Macusaya llama la “ceremonialización del otro”, coincido en que su crítica es válida cuando se refiere al uso superficial de elementos culturales andinos como moda espiritual por parte de los k’aras. Sin embargo, también es necesario preguntarse por qué las clases medias emergentes, de raíz indígena, recurren a esas mismas prácticas. Muchas de estas personas se han alejado de su identidad y ahora buscan volver, pero lo hacen atravesadas por un toque de “modernidad pop”, por añadiduras que han incorporado tras haberse distanciado de sus raíces y haberse “formado” en otros círculos. Se trata de una generación que retorna con valores modernos –válidos, pero también contradictorios– en su intento de reconciliar lo que fueron con lo que son.
Volver a lo “originario” no siempre es una pose; a veces es una búsqueda real, aunque torpe o contradictoria, de reanudar vínculos negados históricamente. Desde una perspectiva situada, esos gestos tienen sentido existencial, aunque no encajen en los modelos de autenticidad que algunos sectores siguen exigiendo sobre lo indígena.
Lo indígena persiste como una problemática difícil de comprender. En Santa Cruz, adquiere características particulares, marcadas por el territorio, la historia migratoria y formas específicas de segregación hacia los pueblos indígenas de tierras bajas. Allí, lo indígena todavía se asocia a una condición de marginalidad. Por eso, el verdadero reto en Bolivia es consolidar una nueva lectura de la nación: una que no solo esté atravesada por lo indígena, sino también por las clases sociales en las que esa identidad se ha distribuido y transformado.
Ese proceso requiere conciencia desde adentro. Bolivia es india-indígena en su raíz, pero aún necesita darle forma, sustento, debate y proyección a esa identidad. Ese es el verdadero desafío: avanzar hacia una identidad nacional que no niegue sus contradicciones ni su origen.