Entre diciembre de 1943 y enero de 1946,
los gobiernos de Bolivia y Estados Unidos vieron crecer un abismo entre ellos.
Superarlo no fue fácil y en pos del reacercamiento, muchos hombres movilizaron todo
su poder de persuasión. Ya cuando Washington aceptó al régimen establecido a
duras penas en la plaza Murillo, éste se había desgastado al grado de su
desmoronamiento final. Por ello, el Presidente mártir terminaría cruelmente
asesinado a manos de agitadores de banderas antifascistas. El hombre de mirada
triste se llamaba Gualberto Villarroel.
Este borrascoso periodo de nuestra historia ha quedado parcialmente al descubierto gracias a la circulación de una extensa serie de entrevistas a diplomáticos estadounidenses encargados de cerrar la brecha entre el gobierno nacionalista de Villarroel y el Departamento de Estado. Como sucede a menudo, los archivos del norte conservan más y mejores datos sobre la memoria del sur.
Los conjurados por Villarroel obedecían a la logia militar secreta Razón de Patria (RADEPA). Quizás por eso, los norteamericanos no sospechaban del golpe. Pierre de Lagarde Boal, un aviador herido durante la Primera Guerra Mundial, presidía la misión de Estados Unidos en La Paz. Sus colegas lo apodaban “el europeo” por haber nacido en Alta Saboya y haberse casado con una ilustre dama francesa. Ese año, el embajador acababa de supervisar una exitosa visita a la Casa Blanca del general Enrique Peñaranda, presidente de Bolivia. La foto de la gira, tomada en mayo de 1943, muestra a un Peñaranda de frac, al lado de un presidente Roosevelt tan cordial como intrigado. Aunque Peñaranda no hablaba inglés, es claro que en Washington no iba a ser olvidado tan rápidamente.
Cuando se supo, pocos días antes de la Navidad, que un grupo de oficiales había capturado el gobierno de Bolivia, todo parecía una broma. De pronto, uno de los agregados militares, de apellido Hardesty, se convirtió en el foco de atención de la misión diplomática estadounidense. Era el único funcionario gringo que reconocía perfectamente a los de RADEPA, catapultados en unas horas a las primeras planas de los diarios. Resulta que durante los meses previos, Hardesty les había dado clases de inglés. Entre ejercicios y lecciones de cerrada pronunciación, los alumnos uniformados habían aprovechado esas horas para afinar detalles de su plan conspirativo.
La caída de Peñaranda alarmó al Departamento de Estado, que de inmediato suspendió relaciones diplomáticas con La Paz. Veían en Villarroel a un Mussolini de Los Andes. Al “europeo” De Lagarde no le quedó más que hacer sus maletas. Robert F. Woodward, su reemplazante en el rango de encargado de negocios, quedaba con la dura tarea de hacer migas con RADEPA. “Ni bien el embajador se fue, en febrero del 44, con Villarroel y su canciller empezamos a discutir cómo podíamos lograr que Washington se convenciera de que Bolivia no interrumpiría su compromiso con los Aliados en la Guerra”, afirma Woodward. Ni una sola libra de estaño boliviano dejó de fluir para aniquilar a Hitler.
En muy pocas semanas, el personal de la Embajada estaba convencido de que Villarroel merecía el reconocimiento diplomático y que aquel solo había sido “un Golpe más”. Al final, los únicos obstáculos para alcanzar la ansiada meta terminaron siendo un par de líneas redactadas en los “Principios” del MNR, donde se pedía prohibir la inmigración judía al país. Nos queda entonces el dato central: Villarroel no fue mártir de los gringos, sino, en gran medida, objeto de comprensión solidaria.
Rafael Archondo es periodista.