La democracia hoy no luce ni proyecta una
imagen fulgurante de cara al futuro como cuando Francis Fukuyama publicó el Fin
de la historia y el último hombre en 1992. No, las autocracias han vuelto a
resurgir por todo el globo terráqueo como una especie de viruela autoritaria.
Pero antes de levantar el grito al cielo, recurramos a la reveladora historia. Iniciado el siglo XX, la democracia suscitaba muy pocas esperanzas frente a retadores peso pesado como el fascismo, el nazismo y el socialismo, que se esparcían por el mundo como una “marea negra”. Amén que la democracia estaba parapetada en muy pocos países; pero avanzado el siglo XX la democracia levantará cabeza, primero sobre el fascismo y el nazismo (1945) y luego sobre el socialismo (1989).
¿Por qué sucedió el reposicionamiento democrático? El fascismo, el nazismo y el socialismo, después de cortos y esperanzadores veranos, sólo trajeron crudos y cruentos inviernos a sus pueblos. El siglo XX se convirtió en un díptico: de un lado el autoritarismo y la pobreza, y del otro lado, de Occidente, la democracia y la prosperidad; de un lado las utopías distópicas, y del otro, democracias capitalistas que, sin prometer el cielo, hicieron de sus sociedades el lugar del que nadie quería salir y al que todos querían ir (¿hay un mejor indicador del éxito político y económico?).
Hoy se empieza a hablar de “fatiga democrática” y la alternativa parecen ser líderes fuertes, autoritarios y centralizadores que descreen en la democracia, las instituciones republicanas y prometen. Prometen mucho, eso sí. El cielo y la tierra, nuevamente. Si tienen una coyuntura económica externa favorable, el pueblo sonríe y aplaude; pero cuando llega el periodo de las adversidades, el pueblo no sólo deja de sonreír y aplaudir, empieza a experimentar el autoritarismo de esos gobiernos que, sin los debidos contrapesos republicanos, hacen de la vida un purgatorio, salvo para el coyuntural grupo de poder (que también se va reduciendo en número, ideas, propuestas, pero no en ambiciones y placidez).
Hay un refrán que dice: “Hay que dejar caminar a las personas para saber de qué lado cojean”. Y de verdad que con el paso del tiempo podemos detectar, sin duda alguna, de qué lado flaquean. Lo propio sucede con los neopopulismos de nueva factura: hay que dejarlos caminar y con el paso del tiempo descubrimos su verdadera alma y carácter. No lo que dicen en las tribunas, sino lo que hacen entre los cortinajes del poder: todo malo para el pueblo y todo bueno para ellos.
Entonces y sólo entonces, volvemos la vista al valor de la democracia y apreciamos su cotidianidad: hablar libremente, dejar que en la deliberación pública las mejores ideas se afirmen por el peso de la gravedad, poder cambiar a los gobiernos incapaces y aprender –algo que cuesta y tiene su precio– que los diablos vienen siempre vestidos de santos que prometen cruzadas liberadoras, pero que, al final, se vuelcan a sablazos sobre propios y extraños.
A la democracia real le va mal en la competencia con la irrealidad de las ideologías (en la arquitectura narrativa de las palabras, las promesas lucen de un radiante lirismo); pero una vez que se concretan y podemos comparar realidad con realidad, la democracia vuelve a levantar cabeza; porque como se suele decir, la letra entra con sangre. Y ese es el lenguaje y la pedagogía, por los siglos de los siglos, de todos los autoritarismos: primero la letra de las promesas y los planes promisorios; luego el desencanto, la frustración y la sangre.
¿Debemos dejar que se volatilicen las democracias? De ninguna manera, hasta hoy es el mejor invento para los seres de carne y hueso, para el hombre común. Es una tautología, pero para los autoritarios por supuesto que el mejor de los mundos posibles es un régimen autoritario. Ahí campean a sus anchas, y cumplen con la promesa radical de cambiar la vida; pero con una precisión: las suyas. Y una vez logrado el poder sin contestación, las demás vidas acaban siendo lo de menos.
El siglo XXI empezó a caminar y ya vemos de qué lado cojea. No dejemos entonces que sean los cojos quienes marquen el paso.