Algunos años atrás tuve la suerte de
visitar Pekín invitado por una universidad china. Mi estadía en el gigante
asiático fue una experiencia fabulosa en muchos sentidos. Me acompañaba siempre
algún estudiante chino, que hablaba o español o inglés, y que hacía muy llevadera
mi visita en las calles y la universidad de Pekín. Pero a cierta altura de mi
estadía quise sentir yo solo la nueva China capitalista e ir de compras a los
famosos mercados de la seda que, en esa época era el eufemismo para denominar
unos khatus populares muy simpáticos donde uno podía comprar absolutamente de
todo, desde un reloj Rolex o Patek Philippe, hasta finas camisas de seda. Por
supuesto, todo falso, pero de muy buena calidad.
No había duda, yo tenía que experimentar este milagro de la economía y
liberarme tanto de mi fiebre de consumo como de una larga lista de encargos
familiares que había recibido. Pedí a uno de mis amables acompañantes dos
favores: 1) el privilegio de la soledad y el libre albedrío; 2) que escribiera,
en chino, la dirección del mercado y la del hotel donde me encontraba. Así
podría ir y volver a salvo.
Me puse mis lentes de antropólogo, cargué la billetera de yuanes, tomé un taxi
a media tarde, entregué al conductor la tarjeta con las coordenadas del mercado
y me fui a experimentar el milagro capitalista en el corazón del sistema
político socialista chino. Los mercados de la seda eran mucho más interesantes
de lo que me habían descrito. En edificios muy bien organizados, una especie de
Huyustus moderna y vertical, se encontraba de todo y un poco más. Era el lugar
ideal para aprovechar y hacer compras. Pasé cinco horas negociado y no dejé pariente
o amigo sin algún recuerdito exótico.
Por supuesto que me compré un pijama de seda pura, que me da suerte a la hora
de dormir porque resbalo con facilidad a los sueños más placenteros. Tuve que
comprar una maleta gigante para llevar mis preciadas compras. Agotado por el
maratónico esgrima de oferta y demanda, decidí volver, pero descubrí, con
espanto, que había perdido la tarjeta con la dirección del hotel y no tenía la
más remota idea de la dirección.
Sabía de oídas que mi albergue estaba cerca de la universidad cuyo nombre apenas balbuceaba. Así que comencé a preguntar a la gente y a decenas de taxistas, en todos los idiomas que la desesperación me permitían, alguna indicación para volver al hotel. Obviamente apelé al lenguaje universal de las señas, lo que me convirtió en un loco que daba la impresión que estaba teniendo un ataque de epilepsia o que era un rapero callejero sin talento. Fue terrible. Estaba perdido.
La espada de la noche se aproximaba despiadada con todos sus aceros
pendencieros a cortarme el camino de vuelta. Sentía el olor de la tragedia. El
titular del periódico, en páginas interiores, me retumbaba en los oídos: “Profesor
boliviano de la Villazón Business School desaparece en China, sólo se encuentra
una maleta roja llena de chucherías y de un jarrón falso de la Dinastía Ming”.
En medio de alguna calle de Pekín me senté sobre mi maleta, vacío de ideas y
lleno de una pesada culpa pequeño burguesa por haber soltado mi verbo
consumista y no haber tatuado la dirección del hotel en mi antebrazo, cuando,
de repente, el cielo se abrió y de un rayo de luz bajó el camarada Mao Zedong
acompañado de doradas trompetas revolucionarias. Me miró con ternura, me sonrió
al estilo Mona Lisa y me convocó a su tumba en la plaza Tiananmen, donde está una
enorme fotografía suya y, de paso, hay varias cabinas para turistas. Después de
agradecer al líder con sonoro “¡jallalla!”, paré un taxi, repetí varias veces
el nombre de Mao en éxtasis mántrico y realicé mímicas contundentes que
representaban plaza, tumba, muerte, mausoleo, líder. El inteligente chofer leyó
mi pánico, hizo la asociación inmediatamente y en cuestión de minutos estaba en
la plaza Tiananmen debajo de la foto del gran líder. Me dirigí a una de las oficinas
de turismo cercanas y un funcionario me ayudó con la dirección del hotel, que
conservo hasta ahora en mi billetera para cuando vuelva. Mao Zedong me había
salvado.
Con tanto julepe y el intenso trabajo en la Universidad me olvidé que en uno de los cierres de la maleta había dejado 600 yuanes, que descubrí solo a mi vuelta a La Paz. Durante años los guardó como recuerdo del milagro chino. Ahora con alegría y sorpresa, según el gobierno, puedo ir a intercambiarlos por bolivianos al Banco Unión. Por supuesto, también los pongo a disposición de ustedes –amables lectores, a cotización oficial– si alguien quiere comprarlos. Nunca pensé que una crisis de escases de los dólares del proceso cambio me permitiría usar estos yuanes que están bendecidos por el mismísimo espíritu de Mao.
Puede ser que su escribidor de domingo puede vender sus yuanes, pero, por supuesto, la pregunta a estas alturas de la historia son muchas. ¿Podremos usar yuanes para una luna de miel en Puno o para gastarlos en la Isla Margarita o en Varadero en unas vacaciones revolucionarias? ¿Comenzaremos a ahorrar en la moneda china? ¿Qué exportaciones bolivianas podrían ser pagadas en yuanes? ¿Minerales, soya o gas? ¿Los productores de hoja y los proveedores de cocaína aceptarían los pagos en yuanes? ¿Pagaremos nuestras importaciones en la moneda china? ¿O los yuanes sólo servirán para comerciar con los chinos? ¿Será Bolivia la vanguardia en la substitución de la moneda mundial? No waway.
Por el momento, el uso de los yuanes en la economía boliviana es una historia anecdótica como la anterior. En 2022, comparando monedas, el comercio mundial de divisas, en dólares, representaba el 88,5%, en cuanto los yuanes, sólo el 7%. A nivel internacional, las reservas oficiales de los países en dólares estaban en 58.,4% y sólo 2,7% en yuanes. Asimismo, los pagos globales en dólares representan el 41,9%, en cuanto la moneda china sólo equivale al 2,2%.
En 2022, en el comercio boliviano, y suponiendo que las transacciones son en la moneda china, las exportaciones a ese país equivalen al 18,4% del total, mientras las importaciones equivalente a 6,1% también del total. En suma, por el momento, el tema de los yuanes en Bolivia es otro cuento chino; tal vez a largo plazo Mao haga un nuevo milagro económico, pero les aseguro que la mayorá de nosotros ya no estará en esta vida para contarlo.