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Raíces y antenas | 27/07/2025

Libertad negativa Vs libertad positiva: un drama en dos actos

Gonzalo Chávez
Gonzalo Chávez

Acto I: El grito de la libertad (con banda sonora de fondo y mucho histrionismo). Desde las pampas argentinas, con una mezcla de fervor revolucionario y espectáculo de reality show nos llega la consigna del momento: ¡Viva la libertad, carajo! Un lema vibrante, electrizante, casi heroico, que resuena con especial fuerza en un contexto en el que el Estado ha sido, por años, el gran protagonista de todos los escenarios.  En la visión libertaria, la libertad es sencilla y sin adornos: se trata de eliminar cualquier atisbo de interferencia estatal en la vida de los individuos. Todo lo que huela a regulación es un obstáculo. El mercado, por supuesto, es el único director de orquesta permitido.

Javier Milei, el enfant terrible del liberalismo, ha convertido la definición de Alberto Benegas Lynch en su mantra personal: “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en la defensa del derecho a la vida, la libertad y la propiedad”.

En esta narrativa, el villano es claro: el Estado. Ese Leviatán insaciable que todo lo devora. Lo que aquí se defiende es lo que la filosofía política denomina libertad negativa: ser libre significa que nadie, especialmente el Estado, se meta en lo que no le corresponde.

Acto II: La otra cara de la libertad (porque no todo es un grito de batalla). Sin embargo, hay quienes osan pensar que la libertad es algo más complejo que la simple ausencia de restricciones. Y como en toda sociedad civilizada, si vamos a hablar de libertad, conviene escuchar a otros filósofos que han tenido algo que decir sobre el tema.

Después de la conmoción que genera un buen grito de batalla (¡Viva la libertad, carajo!), conviene hacer una pausa, respirar hondo y preguntarnos: ¿de qué hablamos cuando hablamos de libertad? Porque, aunque algunos la imaginan como una autopista sin peajes, donde cada quien va a la velocidad que quiere (y si choca, pues que se haga cargo); otros la ven como algo un poco más sofisticado.

Aquí entran en escena tres caballeros del pensamiento político y económico que nos invitan a abandonar la espuma del eslogan y sumergirnos en las profundidades de la reflexión: John Rawls, Amartya Sen y Philip Snyder. Tres nombres que, sin necesidad de estridencias, nos presentan una idea menos rudimentaria de la libertad.

Rawls: No basta con abrir la jaula si algunos siguen sin alas. Si hubiera que resumir a John Rawls en una sola imagen, sería la de un árbitro obsesionado con que todos los jugadores comiencen el partido en condiciones justas. Para él, la libertad no se trata solo de la ausencia de interferencia, sino de asegurarse de que todos tengan los medios para ejercerla en igualdad de condiciones.

Su propuesta es bastante simple, pero radicalmente transformadora: la justicia como equidad. Su famoso experimento mental del “velo de la ignorancia” nos invita a imaginar que vamos a diseñar una sociedad sin saber en qué posición nos tocará nacer.

¿Elegiríamos un mundo donde unos pocos disfrutan de plena libertad mientras otros apenas sobreviven? Probablemente no. Rawls sostiene que, en una sociedad justa, las libertades deben garantizarse para todos, pero también deben corregirse las desigualdades extremas que impiden a muchos ejercer esas libertades de manera real.

Por eso, si Rawls tuviera que responder al grito libertario, quizás diría: “La libertad sin justicia es un lujo para los afortunados”. Y no, no lo haría a los gritos.

Amartya Sen: No basta con decir “eres libre”, hay que asegurarse de que puedas serlo. Si Rawls nos hizo reflexionar sobre la equidad, Amartya Sen nos lleva un paso más allá: la libertad no es solo la ausencia de restricciones, sino la capacidad real de tomar decisiones y actuar sobre ellas. Porque, claro, si alguien dice que todos son “libres” de abrir un restaurante, pero tú no tienes educación, capital ni acceso a financiamiento, entonces esa libertad es una ilusión.

Sen introduce el concepto de capacidades, que es básicamente la diferencia entre poder hacer algo y tener la libertad teórica de hacerlo, pero sin los medios reales. Una persona hambrienta no es realmente libre si no tiene acceso a comida, aunque nadie le impida legalmente comer. La libertad –según Sen– implica garantizar que las personas tengan la capacidad efectiva de vivir la vida que valoran.

Así que, si lo invitáramos a un debate sobre el “respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo”, Sen probablemente respondería: “Perfecto, pero primero asegurémonos que todos tengan un verdadero menú de opciones, y no solo migajas disfrazadas de libertad”.

Philip Snyder: La libertad con responsabilidad, porque no vivimos solos en el mundo. Si Rawls es el teórico de la equidad y Sen el de las capacidades, Philip Snyder es el filósofo que nos recuerda que la libertad sin responsabilidad es solo egoísmo con buen marketing. Para él, la libertad no es simplemente un derecho, sino una tarea: si queremos una sociedad libre, necesitamos ciudadanos preparados para ejercerla de manera consciente y solidaria.

Su propuesta es una síntesis interesante entre las anteriores: sí, es necesario que las libertades individuales sean protegidas, pero también que las personas sean educadas y empoderadas para usarlas de manera responsable. La libertad no es un bien de consumo que se toma y se disfruta sin consecuencias; es un contrato implícito con la sociedad.

Así que si Snyder estuviera en una manifestación libertaria y alguien gritara ¡Viva la libertad, carajo! Es probable que él agregara con una sonrisa: “Y no olviden educarse para no convertirla en un simple capricho individualista”.

Epílogo: La libertad es como un piano. Si la libertad fuera un piano podríamos decir que la versión libertaria se limitaría a entregarlo, sin más… “Aquí tienes, ahora toca”. No importa si nunca has aprendido a leer partituras o si te falta una mano. Es tu problema.

Rawls, en cambio, se aseguraría de que todos tengan acceso a clases básicas y a un instrumento en condiciones similares. Sen verificaría que además tengas el tiempo y los recursos para practicar, porque de nada sirve el piano si no puedes sentarte a tocarlo. Y Snyder nos recordaría que tocar bien el piano implica no solo habilidad individual, sino respeto por la armonía del conjunto.

Porque, al final, la verdadera libertad no es un solista tocando para sí mismo, sino una orquesta donde todos tienen la oportunidad de interpretar su propia melodía. Y para eso, señores y señoras, hace falta algo más que gritos de batalla.

Así que, querido lector, usted decide: ¿libertad como grito de guerra o como responsabilidad compartida? ¿Un himno a la independencia individual o una sinfonía de justicia y equidad?

Gonzalo Chávez es economista.



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