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Vuelta | 26/02/2022

Ucrania y el enemigo común

Hernán Terrazas E.
Hernán Terrazas E.

Y al final resultó que Estados Unidos tenía razón. Mientras afirmaba lo contrario y acusaba a occidente de sembrar información falsa y alarmista, Putin preparaba la invasión de Ucrania. No se trataba solo de reconocer la independencia de territorios separatistas como Donestk y Luhsank, sino de llegar hasta Kiev seguramente con el propósito de descabezar al actual gobierno democrático e imponer un régimen transitorio militar que responda a los intereses de Moscú.

Hasta ahora el dictador ruso se salió con la suya en el campo militar. En menos de 24 horas sus tropas habían llegado a la capital ucraniana sin encontrar mucha resistencia de un ejército débil y de una ciudadanía, más realista que resignada, que optó por dirigirse hacia las fronteras o refugiarse en los subterráneos para no exponer la vida. No es la apatía lo que prevalece, sino  miedo e indefensión frente a un enemigo militarmente más poderoso.

Las dramáticas intervenciones del presidente Zelensky en las últimas horas muestran a un gobernante expuesto a lo inevitable. “Nos dejaron peleando solos”, dijo, en alusión a las evidentes limitaciones que enfrenta occidente para poder ir en su auxilio y evitar el terrible desenlace que parece inevitable.

La OTAN no puede intervenir directamente porque Ucrania no forma parte de esta alianza. La eficacia de las sanciones económicas seguramente no podrá medirse por el retiro inmediato de las tropas rusas. De hecho, el presidente de los Estados Unidos dijo que se trata de una acción firme para evitar que Putin dé un paso más allá y amenace las fronteras de cualquiera de los países aliados de la alianza atlántica en el este europeo. Aunque hay algo de resignación en esa posición, tampoco podía esperarse una salida estrictamente militar de consecuencias imprevisibles.

Aparentemente, Putin no decide sin medir las consecuencias, aunque sus cálculos tal vez estén divorciados de la realidad.  Su acercamiento a China de los últimos años forma parte de una estrategia expansionista de largo plazo. A fin de cuentas ambas potencias comparten la misma ambición de extender sus fronteras y “recuperar” territorios que consideran suyos. Taiwan ha figurado siempre en la agenda china como una asignatura pendiente y Ucrania no dejó de ser una obsesión de Putin.

Con perfiles de liderazgo autocráticos similares, Xi Xinping y Putin apuestan por la creación de un espacio o bloque económico que les permita minimizar eventuales sanciones de occidente en caso de amenazas al vecindario. Los chinos ya experimentaron la guerra comercial y tecnológica con Estados Unidos en tiempos de Donald Trump y el Kremlin no estuvo lejos cuando fue acusado de interferir en las elecciones estadounidenses de 2016 a través de una compleja invasión de redes sociales.

No es extraño que dos de los líderes menos democráticos del mundo hubieran decidido cerrar filas para encubrir el uno las fechorías del otro y crear juntos zozobra en sus fronteras. Ambos se vanaglorian de haber impuesto no solo su estilo, sino de haber eliminado cualquier atisbo de resistencia a sus decisiones. No en vano sus mandatos no tienen límite.

Ex miembro de la agencia de inteligencia soviética, Putin no descuidó el trabajo sicológico. En los últimos meses la televisión rusa ha recordado la heroica defensa de la Unión Soviética frente a la invasión nazi de la segunda Guerra Mundial y el histórico ingreso de sus tropas a la arrodillada Berlín. El objetivo, dicen, fue reflotar el orgullo y generar mayor cohesión interna, precisamente para que acciones como la de Ucrania no encuentren resistencia local.

Al respecto, llama la atención que uno de los argumentos elegidos para justificar la invasión haya sido precisamente el de desnazificar Ucrania, curiosamente un país gobernado por un presidente de origen judío como Volodimir Zelenski. Pero, imprecisiones aparte, la justificación elegida forma parte de una línea narrativa donde se rescata el rol liberador de Rusia en la última conflagración mundial.

Putin posiblemente reconoce que en esta época es difícil construir referentes de unidad y por eso eligió el camino de una calculada nostalgia de antiguas batallas para barnizar de heroísmo una invasión a todas luces injustificable. Olvida el dictador ruso que el mundo ya no es el de mediados del siglo pasado y que la suspicacia es hoy una norma cuando se trata de evaluar al poder.

Los analistas e historiadores sostienen que Rusia nunca se resignó a la independencia de Ucrania y Bielorrusia, los dos estados más próximos y significativos desde el punto de vista histórico. Ucrania, sostienen, representa no sola la identidad europea rusa, sino la cuna de la religión ortodoxa que profesan millones en esa región.

Pero desde hace décadas que los ucranianos miran a occidente y apuestan con firmeza por la democracia para dejar atrás siglos de opresión de zares y de antiguos y nuevos dictadores. Las venas históricas que recorren la geografía de esa parte del mundo no necesariamente implican lazos de hermandad que hagan aceptable el sacrificio de la libertad.

Por más lejanas que resuenen las explosiones, en la actualidad la onda expansiva alcanza al último rincón del planeta, ya sea porque tiene un efecto multiplicador sobre los mercados y precios de las materias primas o porque dejan al descubierto de qué lado están los gobiernos cuando se trata de defender la democracia.

Aunque la guerra no es nunca una buena noticia, los países productores de petróleo, gas, minerales y cereales no dejaron de observar con optimismo la tendencia ascendente de los precios que en algunos casos llegaron a techos históricos en las primeras horas de un conflicto que podría resolverse en días o en años, dependiendo de la resistencia de los ucranianos y de la secuela de consecuencias que comience a experimentar la economía rusa.


De todas maneras un petróleo por encima de 100 dólares el barril significa un inmediato incremento de los precios de los combustibles y presumiblemente un encarecimiento de la vida en la mayor parte de los países del mundo, salvo en aquellos que deberán a partir de marzo incrementar el monto de dinero que destinan a los subsidios, agravando de esa manera la presión fiscal.

La incertidumbre que provoca una guerra que, de una u otra manera, involucra a las principales potencias del mundo y que podría incidir en la conformación de un orden diferente después de casi 80 años, no deja de ser sin embargo un elemento perturbador e inquietante, sobre todo luego que uno de los actores más relevantes del equilibrio global ha optado por elegir un camino de ruptura.

En los próximos días, cuando dejen de escucharse las explosiones y las imágenes de destrucción y terror sean reemplazadas por los rostros de impotencia y  rabia de millones de ucranianos que resisten interiormente la invasión, el mundo posiblemente transitará hacia una nueva época, cuyas principales características apenas se insinúan, aunque exista claridad sobre las verdaderas intenciones de algunos de sus peligrosos protagonistas y haya quedado identificado un enemigo común.

Queda, como resumen y símbolo de esta semana trágica el gesto conmovedor y heroico de un grupo de soldados ucranianos que defendían del invasor la isla de las Serpientes en Odessa.  Desde el buque de guerra ruso que asediaba la zona insular se escuchó la voz de un marinero decir:  “Este es un buque de guerra militar ruso. Les sugiero que depongan las armas y se rindan para evitar el derramamiento de sangre y las bajas innecesarias. De lo contrario, serán bombardeados”. La respuesta de los defensores, que tal vez refleja la posición de la mayor parte de los habitantes del mundo, no se dejaría esperar:  “Barco de guerra ruso, ¡váyanse al demonio!”.

Hernán Terrazas es periodista y analista



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